Zoológicos humanos



por Carlos Reyes (El País Cultural)
En la víspera del siglo XX ocurrió un intento frustrado de llevar aborígenes del Chaco a Francia para presentarlos en la Exposición Universal de París de 1900 junto a una representación del drama criollo Juan Moreira. Se trataba de veinticuatro indios Pigalas, muy llamativos por el gran tamaño de las orejas, que estaban prisioneros en Formosa implicados en el asesinato de un productor del lugar. Al empresario teatral comisionado para reclutarlos se le había pedido que fueran vestidos "con relativo lujo de detalles, aunque falseara en parte la verdad en beneficio de la estética y exigencia de teatralidad". Siguiendo las instrucciones del ministro de justicia argentino, el empresario firmó un documento en el que aceptaba la tutoría del grupo de desheredados que legalmente eran considerados "incapaces". En el acuerdo se comprometía a darles nombre (cosa que hizo), alimentarlos, cuidarlos y depositar en un banco 15 pesos por mes por cada uno. Pero un incidente echó por tierra el proyecto: cuando los indios estaban por abordar el vapor hacia Buenos Aires, el cacique se peleó con su mujer que no lo quería dejar ir, hiriéndola en el brazo. El episodio fue la chispa que hizo estallar toda la violencia contenida organizándose una refriega que terminó con el cacique en la cárcel. Un comisario quedó a cargo del resto de la indiada, y comenzó un juicio público donde el abogado del empresario argumentó que el viaje sería "útil para la patria y para los indios", mientras otras voces sostuvieron que era "una vergüenza nacional llevar allá lo último que el país tenía para mostrar". "Los norteamericanos no se avergonzaron cuando Búfalo Bill llevó a Europa a los Pieles Rojas". "Cuestión de puntos de mira", reflexionó indignado el empresario que no era otro que el montevideano José Podestá, también artista de circo, actor y figura señera del teatro rioplatense.


Lejos de ser un caso aislado, llevar individuos considerados exóticos a Europa para exhibirlos como fenómenos de circo fue una práctica frecuente un siglo atrás (especialmente entre 1860 y 1930), en la que se mezclaban los intereses económicos y los científicos. Esa modalidad de espectáculo fue bautizada en los últimos tiempos "zoológicos humanos", expresión que la historiografía francesa popularizó hacia 2002. Cuatro años después, el término fue difundido en América Latina a través de un libro de fotografías, en el que sus autores, Peter Mason y Christian Báez, analizaban fotos de indios mapuches y fueguinos presentados en París a fines del siglo XIX. TAMBIÉN AQUÍ En la historia del Uruguay esta actividad también tuvo su lugar, unas veces cuando indios nativos fueron exhibidos en el exterior y otras cuando aborígenes foráneos fueron mostrados en Montevideo. Un caso muy sonado es el de los cuatro indios charrúas expuestos en París en 1833 en un local ubicado en la entonces llamada Avenue d´Autin, esquina con el pasaje del mismo nombre, aunque al parecer también hubo otros dos envíos de charrúas a Europa, de los que poco se sabe. Otro ejemplo menos conocido ocurrió un siglo después, cuando el Parque Rodó fue escenario de una exhibición de una tribu africana, bajo el nombre "Las negras del plato". Una notoria actitud de supremacía racial había detrás de estos espectáculos de feria que llevaban al público metropolitano los habitantes de sitios lejanos, ya fueran amerindios, africanos, lapones o esquimales. Y si bien esa costumbre tiene antiguos antecedentes, fue en el siglo XIX y hasta la Segunda Guerra Mundial que los grandes imperios modernos realizaron con mayor frecuencia este tipo de espectáculo, en algunos casos inscriptos en exposiciones coloniales, también llamadas eufemísticamente "exposiciones etnológicas". De estos zoológicos etnográficos -severamente criticados en la actualidad- hay casos muy recordados. En Londres fue expuesta hasta su muerte en 1815 una africana denominada La Venus Hotentote. Unas décadas después recorrieron Europa y Estados Unidos dos niños mexicanos microcefálicos, presentados como Niños aztecas o Liliputienses aztecas. Hacia 1870, con la proliferación de circos y parques de entretenimientos, los ejemplos se multiplican: en el parisino Jardín de Aclimatación (inaugurado en 1860) se mostraba al público entre canguros y camellos, familias enteras de indios y lapones que dejaban pasar el tiempo detrás de rejas. Sin embargo también entonces hubo fuertes reacciones ante estas exhibiciones que tanto se daban en circos como en zoológicos. Un caso ocurrió en 1889, cuando nueve aborígenes americanos que habían sido capturados por un ballenero fueron mostrados en Europa, primero en la Exposición Universal de París (paradójicamente con motivo del centenario de la libertaria Revolución Francesa) y luego en Londres. Fue en esta capital que encontraron la resistencia de la Sociedad Misionera Sudamericana, teniendo el empresario que huir con sus cautivos para Bruselas. AFRICANOS EN EL PARQUE Hacia 1930 se presentó en Montevideo un espectáculo que se anunciaba como "la nota exótica más curiosa e interesante que ha venido hasta la fecha". Junto a las canteras del Parque Rodó, como antesala del Circo Blacaman, la empresa South American Tour exhibía a una docena de naturales de África Central. Instalados en improvisadas chozas, los individuos eran promovidos como bailarines y guerreros. "Véalas en cualquier momento, pues su exhibición es permanente", sugería un folleto propagandístico. En él se invitaba a "admirar de cerca y ver de carne y hueso" a aquella "interesante tribu" que había sido popularizada por medio del cine en la película La cruzada negra. "África, tierra de curiosos simbolismos y grandes enigmas -anunciaba el programa-, tiene para las personas civilizadas un poder grande de atracción. Sus más curiosos habitantes son los negros que componen esta rara tribu que nos visita, que nuestro público conoció por intermedio del cinematógrafo, y que actualmente puede admirar de cerca y en la realidad, en el hall de este teatro". La película a la que hacía referencia el anuncio era un documental francés realizado por Léon Poirier hacia 1926, que registraba una travesía por África que había llevado adelante la fábrica Citroën en un triple emprendimiento industrial, militar y científico. Luego de la Primera Guerra Mundial, los avances tecnológicos del automóvil hicieron posible concretar el plan del empresario André Citroën, que consistía en recorrer con una caravana de cinco vehículos especialmente equipados el trayecto que separaba Francia de África Ecuatorial. La expedición, conocida como la Cruzada Citroën, tuvo episodios propios de un capítulo de Los Simpson, tales como originar un incendio de enormes proporciones que obligó a huir a miles de animales a partir de una desafortunada bengala. Pero más allá de los imprevistos, de esa experiencia africana surgió un libro que relataba la aventura, la referida película y muchos contactos con el África profunda, entre ellos la conducción de un grupo de aborígenes hacia la Ciudad Luz y luego a otras ciudades, Montevideo incluida. El orgullo de tomar contacto con grupos humanos poco o nada conocidos hasta el momento se expresa claramente en la propaganda del espectáculo presentado en Uruguay. "Nuestros huéspedes de color -explica el impreso- pertenecen a la tribu de los Sara Raba Djinjó, que está establecida en el África Central", señalando que la expedición Citroën había conseguido "para el mundo civilizado valiosos documentos etnográficos que enriquecen así los conocimientos que tenemos de las razas bárbaras que aún subsisten en una gran extensión del mundo". Y agregaba: "Después de múltiples negociaciones consiguieron que una de las tribus más típicas y más extraordinarias del África Central aceptase la proposición de realizar el largo viaje hasta París". El aspecto central que convertía a esta etnia en un fenómeno de feria era la costumbre por parte de las mujeres de extenderse el labio inferior por medio de unos discos, hecho que acaparaba los comentarios del público. Fue por eso que la exhibición tuvo por nombre "Las negras del plato", asunto que era explicado con lujo de detalles. "El proceso de deformación de los labios consiste en la introducción durante la infancia de la mujer de una espina en el órgano que se deformará. Cuando la herida ha cicatrizado con la espina en ella, se quita ésta y se introduce otra de mayor espesor, y así hasta conseguir el tamaño que se busca. Luego se colocan platos metálicos, también de acuerdo al tamaño de la deformación, alcanzando el diámetro de 6 a 24 centímetros. Pero en cuanto a la causa de esta fantasía no se ha llegado a un acuerdo pues los nativos le asignan distintos propósitos, sin duda con el deseo de no descifrar ese misterio de sus tierras". El folleto aventura una explicación: "Su vecindad con los árabes, tan adictos a tener esclavas, ha hecho que otra de las teorías respecto a la causa de las deformaciones faciales de las mujeres es que sus hombres le imponen este sacrificio de su belleza femenina para evitar que aquellos realicen incursiones en busca de presa para sus cotarros". Y remata: "Todo puede ser fantasía de la literatura etnográfica y tratarse únicamente de rituales religiosos o de casta, pero lo cierto es que se trata efectivamente de una costumbre que ha de desaparecer a medida que la civilización penetre en aquellas tierras enigmáticas". Curiosamente, un par de puntos en común vincula - seguramente por azar- a los cuatro charrúas llevados a París con este grupo de africanos que visitó Uruguay. En primer lugar, en cada grupo había al menos un integrante de otra etnia. Entre los cuatro charrúas (mal llamados "los últimos charrúas"), Tacuabé era posiblemente mestizo y de sangre guaraní, como lo señaló Renzo Pi Hugarte en Historias de aquella Gente Gandul (Editorial Fin de siglo, 2005, página 195) Entre el grupo de africanos exhibidos en el Parque Rodó hubo uno, llamado Nabia, que según explicaban los organizadores de la exhibición "es un negro de raza distinta a los demás componentes de la troupe. Por eso en el alojamiento se le ha preparado un rancho al estilo de los suyos, para que pueda dormir separado. Ni él ni los otros africanos tolerarían la convivencia: se lo prohíbe el prejuicio que tienen por la diferencia de sus razas. Ni aun en el extranjero, a tantas millas de su patria, permiten que se les haga vivir bajo un mismo techo. Antes prefieren la muerte que por otra parte no temen y aguardan como un bienestar que alcanzará a todo hombre de la tierra". Otro punto en común en ambas experiencias de zoológicos humanos en las que participó Uruguay es el desarrollo de actividades artísticas por parte de los cautivos. Entre los charrúas de París, Tacuabé había realizado en sus días de encierro un arco musical y algunos dibujos, como bien señala el citado libro de Pi Hugarte. Entre los africanos, uno llamado Sambá era pintor y había retratado a una de las bailarinas del grupo. De la jaula al escenario Evidentemente, aunque todas estas exhibiciones públicas de seres humanos tuvieron en común el confinamiento y el pretendido exotismo, analizadas una a una muestran notables diferencias más allá de las que surgen de las distintas épocas y lugares en donde fueron llevadas adelante. Por ejemplo en Madrid, hacia el Novecientos, una horda de esquimales se había instalado en los Jardines del Buen Retiro, "con sus focas, sus trineos y sus perros lanudos", como recordó Melchor de Almagro San Martín en su libro Biografía del 1900. El modo en que este autor relata los hechos permite suponer que los visitantes del polo se manejaban con cierta libertad, al punto de poder hacer negocios y abandonar luego la capital española cuando el verano los empezó a agobiar. "El espectáculo de estos hombrecillos anchos de pecho y achatados de semblante" dice el memorialista "gusta a la gente por su exotismo. A pesar de que las mujeres no son nada bonitas y huelen a aceite de hígado de bacalao que apestan, no han faltado pretendientes para ellas. Los perros, a modo de lobos mansos, están teniendo mucho éxito y consiguen buenos precios por ellos. Si esto sigue así, pronto el espectáculo habrá de cerrarse por la ausencia de sus elementos esenciales". También por esas fechas y en ese lugar se había presentado un grupo de africanos, que el surrealista español Ramón Gómez de la Serna pudo conocer de primera mano siendo niño. La experiencia, de ribetes justamente surrealistas, sería luego evocada por el escritor como una numerosa troupe de salvajes, "seres de una raza remota que hacían muchas cosas pintorescas". Los espectadores pagaban una peseta para verlos en situaciones cotidianas, desde hacer sus comidas y artesanías, hasta danzar. El futuro maestro del disparate fijó en su mente infantil aquellos episodios, entre los que destacaba la visita de los miembros de la monarquía, con la reina a la cabeza quien le entregó un regalo a una muchacha que había tenido familia lejos de su suelo y próximo al Museo del Prado. También Guyunusa había dado a luz lejos de su tierra, aunque en circunstancias más difíciles. De hecho, la exhibición pública de los charrúas en París tuvo características muy particulares, en buena medida porque se llevó a cabo en un período anterior al auge de los zoológicos humanos. Mezcla de intereses científicos y comerciales (un dato ilustrativo: los hombres de ciencia tenían entrada gratis a la exhibición), la accidentada travesía del grupo tuvo como promotor a un aventurero de dudosa reputación -Francisco de Curel- quien fue calificado por Paul Rivet como empresario de circo. Incluso, dos de ellos (Guyunusa y Tacuabé) fueron incorporados después a un circo ambulante, en cuyos números participaban un elefante y un rinoceronte, enfilando la compañía hacia Estrasburgo. En otros casos los aborígenes tuvieron mayor libertad para manejar sus destinos. Por otro lado, hacia fines del siglo XIX los grandes circos internacionales empezaron a incorporar números étnicos, asunto que desdibuja las fronteras de los zoológicos humanos. En el caso concreto de "Las negras del plato", de la documentación parece desprenderse que también realizaban un espectáculo de baile, en doble función diaria. Un nítido caso a medio camino entre el espectáculo teatral y la exhibición de fenómenos se dio en Buenos Aires en 1883, cuando un barco de la Armada capturó a unos 50 aborígenes tehuelches, que al principio fueron tratados como delincuentes y luego como visitantes ilustres siendo presentados en los más altos círculos oficiales, incluyendo un encuentro con el presidente Roca. Liderados por el cacique Órkeke, estos indios patagones -algunos de descomunal estatura- llegaron a interpretar sus cánticos en el Circo Humberto I y en salas teatrales con tanto éxito que la prensa consignaba que "no bastaba presentar un oso y un macaco, sino que era necesario exhibir a Órkeke para hacer una buena temporada", agregando que el cacique había venido a "sacar del mal paso a muchos empresarios", en su mayoría inescrupulosos. Al igual que ocurrió con algunos de los llamados "últimos charrúas", una de las mujeres del cacique fue a parar al hospital para terminar siendo exhibida su osamenta en un museo de historia natural. Y en ambos casos, los restos óseos fueron motivo de posteriores polémicas. De los ejemplos mencionados surge que los zoológicos humanos en general se realizaron en los grandes parques nacidos con el crecimiento de las capitales, como el Jardín de Aclimatación en París, los Jardines del Buen Retiro en Madrid y el Parque Rodó en Montevideo. Se desprende también que predominó un afán mercantilista y el golpe de efecto para lo cual se llegó a falsear la indumentaria de los especímenes, como testimonió José Podestá. También las exhibiciones etnográficas se prestaron para especular y divagar sobre el modo de ser de los aborígenes, atribuyéndoles determinados principios filosóficos y estéticos, y hasta intenciones aviesas y prejuicios. Las fuentes consultadas parecen indicar que la captura fue el modo más frecuente de conseguir los seres a exhibir, aunque algunos testimonios hablan de un acuerdo entre las partes, y hasta de una paga de por medio. También el trato dispensado era muy variable, unas veces como animales, otras como visitantes egregios. Así, unos consiguieron volver a sus lugares de origen, y otros sufrieron verdaderos destierros que culminaron con la muerte en las peores condiciones. Curiosamente, en entreguerras, con el ascenso del fascismo, este tipo de espectáculo empezó a cobrar muy mala reputación cayendo en desuso. Sin embargo cada tanto lo vemos reaparecer en la ficción, como en "El curioso caso de Benjamin Button", donde un pigmeo cuenta al protagonista sus desventuras en el mundo del espectáculo. Un guiño de Hollywood a una vieja costumbre europea...

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