Cuando el malón ataca, suscita vergüenza ajena y propia


Conozco de años a Alfredo Echegaray -Alfredo de Ògún, por su orisha- presidente de Federación Metropolitana de las Religiones Afrobrasileñas de Buenos Aires. Conozco a Adela, su esposa; a sus hijos, a sus suegros. A sus hijos de religión, con quienes hemos compartido eventos culturales y religiosos. He cenado y dormido en su casa durante viajes mensuales a esa ciudad con motivo de mis disertaciones en seminarios religiosos. Es decir, lo conozco. Señalo que es un hombre de bien, un padre de familia dedicado -no vive de la religión que practica, como tantos (incluidos curas, pastores, rabinos, ayatollas y pais de santo) que no es desdoro, pero limita: sale todas las mañanas en su auto a trabajar fuera. Es, además, un sacerdote honesto. Un hombre que se ha preocupado -y se preocupa- por leer, instruirse, conciliar sus creencias con las de otros, buscar puentes de similitud y derribar los de las diferencias. Alfredo es un hombre sencillo, hospitalario, generoso, buena gente.
En una muestra de lo que se ha convertido una sociedad polarizada por la intransigencia en la Argentina, ese signo de la era Kirchner que grita o agrede para plantear su manera de ver y sentir sin importar que los demás pueden tener otra tan legítima y viable. En esta Argentina que se debate entre el necesario deseo de perpetuidad de la corrupción -dejar los puestos podría traer, como consecuencia, posteriores juicios- y una amplia mayoría que sólo pide trabajo, salud y educación, esas mínimas seguridades que dan acceso a las demás y mayores, una turba de fascinerosos invadieron y destruyeron las instalaciones de su templo en Flores, con el pretexto de que se estaban faenando animales de corral.
Seguramente, era cierto. Cualquier persona de relativa cultura sabe que existen religiones cuyos adeptos no consumen alimentos de origen animal cuya muerte no haya sido de modo ritual. Así, por ejemplo, los judíos consumen carne certificada como kosher, los musulmanes pollos y corderos sacrificados de modo compasivo, y nosotros, los africanistas también. Con motivo de nuestras ceremonias de iniciación y rituales de pasaje de grado sacerdotal, no consumimos carne que no haya sido faenada para nuestras divinidades de un modo preciso y siguiendo reglas de épocas inmemoriales que se conservaron en América dentro de las comunidades afrodescendientes practicantes de su religión ancestral. Ningún hindú comerá tampoco vegetales o lácteos que no hayan sido ofrecidos primero, pues el acto sagrado de ingerir alimento es un acto de comunión con Dios. Cuando un católico ingiere la hostia consagrada, por el misterio de transustanciación que forma parte de sus creencias, está alimentándose del propio Cristo, en cuerpo y sangre.
 
Son creencias todas, y todas dignas de respeto, se compartan o no. 
 
Por eso me resulta espantoso lo que le sucedió a mi amigo Alfredo. Está siendo perseguido por sus creencias que, lógicamente debe acompañar con prácticas consecuentes. En el Siglo XXI y en una ciudad cuyo movimiento cultural es importante. Pero también en una ciudad donde el lumpenaje cada día más activo e iconoclasta sale a la calle a destruir aquello que desconoce bajo consignas dictadas por la ignorancia, el odio, la intolerancia y la impunidad que parece ser moneda de cambio para los favores políticos debidos a los "punteros".

Desde esta orilla me solidarizo con bàbá Alfredo, con Adela, con sus hijos, suegros, con su gente del templo -trabajadores, madres de familia, argentinos dignos- Me pongo en su lugar y siento la bronca, la impotencia y la desazón ante la injusticia disfrazada de malón. Seguramente se levantarán voces de todos lados, unas para aprobar y otras para condenar estos hechos. Añado que quienes por convicciones personales aprueban que el templo de pai Alfredo sea arrasado deben ser personas con escasa fe en sus propias creencias: no existe ninguna religión seria que inste a sus adherentes a destruir con la violencia los artefactos sagrados del otro. Es legal, sí, tratal de convencerle, convertirle, evangelizarle. Pero destruir su casa y sus bienes es de hordas, de fascistas, de ignorantes. 
Los que condenamos somos quienes sabemos que la intolerancia -en cualquier dirección, con cualquier motivo- es como una bola de nieve que va creciendo mientras rueda y seguramente engullirá más tarde a quien la ha formado y echado a andar.

Alfredo querido, esto es nada más que una anécdota. Lo material se recompone o repone. Lo que me da más pena es que este desmán fue cometido contra el hogar -un sagrado inviolable- de una buena familia encabezada por un excelente hombre y sacerdote. Mi abrazo, mi afecto, mi solidaridad.