Grandes pequeños cuentos


Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo -tercer hijo de la duquesa de Alba- era el responsable de la Editorial Siruela (por su título, conde de Siruela) un emprendimiento que vendió ya, no sin antes ofrecer a España y al mundo cuidadas ediciones de rarezas bibliográficas que dan cuenta de su formación académica y cultura. Es así que publicó hace unos años, en 2004 para ser exactos, un bellísimo "Kwaidan" (1903) de la autoría del interesantísimo Lafcadio Hearn, autor justamente admirado por el gran Jorge Luis Borges.

Quisiera compartir un cuento muy breve, pero antes corresponde hacer una reseña biográfica de Hearn, sobre todo para ubicarle en tiempo y espacio y describir su breve vida -murió de cuarenta y cinco años- luego de diversas tribulaciones que comenzaron en su infancia. 

Hearn nació en una isla griega en 1850, hijo de un médico irlandés del ejército británico y de una madre griega que los abandonó cuando Hearn era un niño. Lafcadio, -que debe su nombre al de la isla en la que nació, Leucadia- pasó su infancia y adolescencia en colegios e internados de Irlanda, Inglaterra y Francia bajo la responsabilidad de diversos personajes de su familia paterna que se lo fueron pasando como a un bulto, hasta que a los diecinueve años lo enviaron a Estados Unidos donde tuvo que arreglárselas sólo. Allí se ganó la vida como periodista aunque estuvo a punto de morir de hambre varias veces. Su formación y su conocimiento de varias lenguas le permitieron hacerse cierto lugar (aunque nunca cómodo ni seguro) en el mundo editorial. Toda su vida lo acompañó un aspecto enclenque, aumentado por sus dificultades para ver: era tuerto desde la infancia y miope del ojo que le quedaba, con el que hacía tal esfuerzo para ver que se le agigantó hasta dar una apariencia ciclópea a su rostro. Hasta ya bastante avanzada su vida no pareció encontrar sosiego en ningún sitio, vivió en Cincinatti con una mujer negra -Alethea ("Mattie") Foley- con la que tuvo un matrimonio corto y desgraciado, malvivió en Nueva Orleáns, en Nueva York y pasó dos años en las Guayanas francesas como cronista. Casi de casualidad, viajó a Japón para hacer un reportaje que no llegó nunca a entregar, pero prolongó su estancia unas semanas y luego otras, consiguió trabajo como profesor de inglés y al final se quedó. Si bien su integración no fue nunca completa, encontró en Japón una paz que no había tenido en toda su vida y según su propio testimonio, se sintió afectivamente a gusto por primera vez arropado por la confianza y el cariño que le dieron los japoneses. Se casó con la hija de un viejo samurai, abandonó su nombre Occidental por el de Koizumi Yakumo, consiguió un puesto en la universidad, y dedicó el final de su vida a escribir sobre la cultura, la historia y la tradición japonesa. Tuvo tres hijos y murió en 1904, a los cuarenta y cinco años, de un paro cardíaco.

No se ha traducido al castellano ninguna de las obras de Hearn anteriores a su período japonés y su celebridad proviene enteramente de sus doce libros sobre Japón. De no haber llegado este período, Lafcadio Hearn sería un verdadero marginal en la historia de la literatura, y nosotros no hubiéramos llegado a conocerlo nunca. Sin embargo, podemos decir que su producción anterior es totalmente coherente con las obras que lo hicieron famoso. Como periodista, en la época en la que vagó por Estados Unidos, Hearn se hizo conocido sobre todo por sus crónicas de sucesos. Parece que cultivó el amarillismo, publicando reportajes sobre el vudú, las organizaciones marginales de la época y los crímenes abominables o extraños para los que realizaba sobre todo investigaciones a pie de calle, entre la gente. A su vez, como viajero incesante que fue, vendía reportajes sobre las costumbres, las fiestas y los paisajes de los pueblos y las ciudades por las que pasaba. Este interés por la cultura popular, por “lo que se cuenta por ahí” o por “cómo se vive por ahí”, permanecería idéntico en su última producción. Por otro lado, Lafcadio, por puro placer, realizaba traducciones personales de grandes cuentistas europeos como Guy de Maupassant o Théophile Gautier. Este doble interés por el relato literario de calidad y la leyenda popular se vio reflejado ya en su segundo libro de 1884, Strange leaves from strange Literature, que era una antología de relatos tradicionales egipcios, esquimales, árabes, finlandeses, hindúes, judíos y polinesios versionados y redactados por él mismo. Su último libro antes del viaje a Japón, Two years in the west indies (1890), es una crónica de viajero, producto de su estancia de dos años en Martinica.

Traducidas al castellano tenemos disponibles cinco obras. Por un lado, dos libros de cuentos fantásticos japoneses: Kwaidan (Siruela, 2004), y El niño que dibujaba gatos y otros cuentos japoneses (Ediciones del Viento, 2004) Y por otro lado tres libros en un estilo híbrido en el que Hearn mezcla la crónica de viajero o el anecdotario con la explicación y descripción de costumbres, ritos, poemas, etimologías de palabras y la reflexión filosófica centrada en la peculiar espiritualidad japonesa. Estos son: El romance de la vía láctea (Ediciones Barataria, 2004), Kokoro. Ecos y nociones de la vida interior japonesa (Miraguano, 1986) y En el país de los dioses. Relatos de viaje por el Japón Meiji, 1890-1904 (El Acantilado, 2004) Todas son ediciones muy cuidadas, en algunos casos bellamente ilustradas y con prólogos muy documentados e interesantes. Cualquiera de ellos vale la pena, pero recomendamos por encima de todos Kwaidan, uno de los mejores libros de cuentos fantásticos que conocemos.

Dice Adolfo Bioy Casares en el prólogo a la antología de la literatura fantástica que firmó junto a Borges y Silvina Ocampo, que el cuento fantástico corresponde a un anhelo del hombre permanente a lo largo de la vida y de la historia: “al inmarcesible anhelo de oír cuentos, lo satisface mejor que ninguno, porque es el cuento de los cuentos, el de las colecciones orientales y antiguas y, como decía Palmarín de Inglaterra, el fruto de oro de la imaginación”. Es ese espíritu primario de toda ficción narrada el que recuperó toda una tradición de literatura moderna, la ya clásica literatura fantástica occidental sobre todo durante los siglos XIX y XX. Autores como Poe, Maupassant, Kipling, Burton, Chesterton, Stevenson, Stapledon (o incluso Kafka), cultivaron un tipo de narración fantástica que sumaba a aquel impulso del cuento fantástico tradicional toda la elaboración, refinamiento y temática propios de la época cumbre de la literatura europea. Pero quedan también aquellas “colecciones orientales y antiguas” que la mayoría de las veces son para el lector occidental moderno inaccesibles por su lenguaje o por su forma narrativa, o simplemente por lo difícil que es conseguirlas. "

Lafcadio Hearn vestido como japonés

Lafcadio Hearn constituye en este sentido un caso especial, porque su intención no era como la de cualquier escritor, “crear” unos relatos valiéndose sobre todo de su imaginación, sino la de transmitir a Occidente el legado de la colosal imaginación de la tradición japonesa. Hearn no busca impresionar al lector con sus ocurrencias fantásticas, porque trabaja con una materia que es en sí misma deslumbrante, y todo su esfuerzo se centra en transmitir lo mejor que puede las historias que lo rodean en su vida japonesa: las que encuentra en libros antiguos guardados en monasterios y bibliotecas privadas, pero también las que flotan en la frágil trama de la oralidad, las que le cuentan sus alumnos y su nuevos familiares. La sencillez de los kwaidan de Hearn, su austeridad y concisión, consiguen ese efecto único de la mejor literatura, en la que no vemos a alguien que quiere “ser escritor”, sino a alguien que quiere contarnos una historia, que se esmera en transmitirnos algo que conoce y que quiere compartir con tal precisión que hasta tenemos la impresión de que nos cuenta algo que realmente ha sucedido. Y en eso estriba la efectividad de lo fantástico del relato: nos pone los pelos de punta porque nos cuenta algo imposible, inadmisible, como si realmente hubiera sucedido. A su vez, Hearn consigue también quizá la que fuera su aspiración mayor, que es la de reflejar el mundo del Japón tradicional a través de sus leyendas. La mayoría de los cuentos constituyen la explicación de una costumbre o del nombre de un pueblo, o de un animal, o de la letra de una canción popular. Muchas veces, parece que lo del relato fantástico es lo de menos, porque tenemos la impresión de estar leyendo una crónica antropológica que describe y explica unas conductas para nosotros exóticas. Pero es precisamente insertado en el medio de ese tono de informe objetivo, dónde lo fantástico adquiere su dimensión más profunda.

Y aquí va el ejemplo, que espero lo disfruten tanto como yo:


El padre y el hijo

“En un pueblo de la provincia de Izumo vivía un campesino tan pobre que cada vez que su mujer daba a luz a un hijo, lo arrojaba al río. Seis veces renovó el sacrificio. Al séptimo alumbramiento, se consideró ya lo suficientemente rico como para conservar al niño y educarlo.

Poco a poco, con gran sorpresa suya, fue encariñándose con el pequeño. Una noche de verano se encaminó a su jardín con el infante en brazos. Este tenía cinco años. La noche, iluminada por una luna inmensa, era tan resplandeciente que el campesino exclamó:

”-¡Ah, qué noche tan maravillosamente hermosa!”

Entonces el niño, mirándolo fijamente y expresándose como persona mayor, dijo:
”-¡Oh, padre, la última vez que me arrojaste al agua la noche era tan hermosa como ésta, y la luna nos miraba como ahora...!” 

Una verdadera joyita que demuestra que, en Japón como en otras regiones, existe la tradición yorubá del abíkú, ese espíritu niño que vuelve una y otra vez en la misma familia para enseñar a sus padres el respeto por la vida.

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