Los dueños de la palabra


Por Claudia Piñeiro
Para LA NACION

Estimado director de la Real Academia Española: me dirijo a usted porque supongo que debe ser la persona indicada para responder una duda que en estos últimos tiempos se ha convertido, para mí, en una verdadera obsesión: ¿quién es el dueño de las palabras? Esa es mi pregunta, tal vez le parezca a usted tonta, o ingenua, o inútil, pero hoy es ineludible. Y luego otras preguntas que aparecen por añadidura: ¿se paga para ser el dueño de una palabra?, ¿se compran las palabras?, ¿se venden?, ¿se apropian luego de una guerra, una invasión o una simple batalla?, ¿existe título de propiedad de las palabras como existe una escritura para un bien inmueble?

Estimo que usted no es ese dueño que busco, porque de lo que se ocupa el organismo que usted dirige es de tomar las palabras que todos usamos y definirlas, decir qué significan, qué nombran; y tomar los cambios que los usos y costumbres van imprimiendo en ellas. Sin embargo ya que es el material con el que usted trabaja, estoy segura de que no habrá persona más indicada para orientarme en la búsqueda de ese dueño, si es que existe.

Como usted sabe, las palabras nombran la realidad, nombran todo lo que existe, sea tangible como una mesa o intangible como un sueño. Pero el camino es de ida y vuelta, porque al nombrar, las palabras también construyen la realidad. O la niegan. Por ejemplo, si alguien con el poder suficiente se apropiara de la palabra "casa" y sólo dejara que se llame con ese nombre a las construcciones de tres ambientes, con dos baños y patio al fondo, todas las otras "casas" serían negadas como realidad y no les quedaría más remedio que ser nombradas de otra manera o desaparecer. Lo que no puede nombrarse con la palabra que corresponde, se niega, se ignora y desaparece. Quien nos niega el uso de una palabra, nos niega también la existencia de lo que esa palabra nombra, y si esa palabra nos nombra a nosotros, entonces quien se apropió de ella nos reduce a lo que no existe.

Ahora bien, ni yo ni nadie tenemos problema con la palabra casa. Pero imagine usted que alguien se apropiara de la palabra "amor" y definiera qué puede nombrarse así y que no. O "madre"; o "justicia"; o "dignidad"; o "niño"; o "sano"; o "cultura"; o " natural"; o " felicidad". Bueno, señor director; en mi país ha habido una apropiación de palabra. Alguien cree que es dueño de la palabra "matrimonio", que puede decir qué es un matrimonio y qué no. Y no es una cuestión legal, como nos quieren hacer creer. Porque las leyes, señor director, son una construcción teórica, un acuerdo entre los hombres (y a quien lo dude le sugiero como lectura no el derecho romano ni la historia del derecho, sino El malestar en la cultura , de Sigmund Freud). Las leyes, como construcción teórica del hombre en su tiempo, se modifican. Si no fuera así, en mi país seguiríamos sin votar las mujeres, no habría divorcios y los hijos extramatrimoniales no tendrían los mismos derechos que los que nacieron dentro de un matrimonio, por ejemplo.

Las leyes pueden modificarse, y eso lo saben, más que ningún otro, quienes lo niegan. Por eso, la verdadera batalla no está allí, sino en la propiedad de la palabra. La palabra "matrimonio" hoy está en tránsito. Durante mucho tiempo alcanzaba con que nombrara sólo a un hombre y una mujer que deciden unirse legalmente. Hoy ya no. Las palabras son materia viva. Si sólo nombrara ese vínculo, hombre-mujer, estaríamos negando la existencia de algo que existe. Si la palabra matrimonio sólo nombrara el vínculo heterosexual, ¿cómo llamaría yo al vínculo de años entre mis amigos Mauro y Andrés o entre mis amigas María y Vanessa? Yo quiero esa palabra para nombrarlos porque eso son. Mucho más que otros matrimonios que conozco. Mucho más que otros matrimonios que no quieren revisar el uso de la palabra porque lo que se caería es el vínculo que sostienen con alfileres. Porque hacerlo los pondría frente a un espejo donde no se quieren ver. Los que se arrogan la propiedad de la palabra matrimonio dicen: "Bueno, que sean, que vivan juntos si quieren, pero que usen otro nombre". Y no es ingenuo ni legal lo que plantean, es ontológico. Saben que negar la palabra, negarles ser nombrados, es negar la existencia misma. Un método que viene de los campos de concentración y de los centros clandestinos de detención donde se llamaba a las personas privadas de su libertad por un número, donde no había que nombrarlos, porque el objetivo era que desaparecieran.

Estimado señor, no quiero robarle más de su precioso tiempo. Pero sé que a usted como a mí nos importan la palabra, su uso, y las batallas que se libran en su nombre. Espero con ansiedad su respuesta. Quiero discutir con quien diga ser el dueño de esta palabra, librar batalla. Por los amigos a los que hoy no me dejan nombrar, pero también por mí, por mis hijos y sus amigos, por la memoria de mis padres y por todos los otros innombrables que aún hoy niega nuestra sociedad, esa que construimos entre todos.

© LA NACION

La autora es escritora. Su último libro es Las grietas de Jara 

2 comentarios:

gallega dijo...

EXCELENETE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Milton Acosta, Òséfúnmi ti Bàáyin dijo...

Me impactó el artículo, está muy bueno.