por JORGE ABBONDANZA para EL PAIS
Obama no es negro. Es en cambio un mulato, palabra algo siniestra que deriva de mulo (en el sentido de híbrido entre caballo y asno) y que fue acuñada para que el racismo europeo manejara sus categorías de acuerdo a la declinación en el color de la piel. La palabra también existe en inglés aunque se la emplea rara vez, con lo cual un varón que tenga sangre blanca y negra es un mulatto y una mujer es una mulattress. Heredero de esas denominaciones zoológicas, Obama encarna (desde su victoria electoral del martes 4) la revancha de su raza, que culmina por fin un duro camino hacia las más altas dignidades políticas. Ese repecho no ha sido tarea sencilla en un país como Estados Unidos, donde la gente de color sólo accedió al ejercicio pleno de la ciudadanía hace 44 años, con las leyes de Derechos Civiles de Lyndon Johnson, conquista lograda un siglo después de la abolición de la esclavitud, que en 1863 sólo resultó bonita sobre el papel donde se imprimió. La historia de las humillaciones y penurias de la raza negra norteamericana ha sido toda una epopeya que abarca desde la segregación en escuelas, autobuses, barrios, edificios, almacenes y gabinetes higiénicos, hasta los operativos criminales del Ku Klux Klan, esa secta formada por caballeros sureños que Lo que el viento se llevó no se atrevía a llamar por su nombre y que durante décadas practicó asaltos, linchamientos y asesinatos contra los negros, gozando casi siempre de una amplia impunidad jurídica y policial. En la narrativa, la prensa y el cine han abundado los testimonios sobre esas campañas de terror organizado que alcanzaron su apogeo hacia 1920 pero han persistido hasta hoy. Ahora los nietos de aquellos caballeros tendrán un presidente mulato, ajuste de cuentas con el cual hasta hace poco tiempo ni siquiera soñaban. Será la horma que merecía su arrogante zapato caucásico. Es probable que ni Barack Obama sea consciente del camino que abre su llegada a la Presidencia, acelerando el paso de la tolerancia hacia la definitiva igualdad. Ese paso estuvo afianzado por unos cuantos héroes de la raza que han quedado atrás, desde Toussaint l`Ouverture, que en 1801 logró en Haití la primera independencia latinoamericana de las metrópolis europeas, hasta otros combatientes de primera línea como el congoleño Patrice Lumumba, el ghanés Kwame Nkruma, el norteamericano Martin Luther King o el prócer sudafricano Nelson Mandela. Paso a paso, a través de adversidades y genocidios, los negros han sabido llegar hasta el Premio Nobel de Literatura, el Secretariado General de Naciones Unidas, la cancillería norteamericana, el estrellato en Hollywood y ahora la Casa Blanca, ese nombre que designa a la neoclásica residencia presidencial de Washington DC, que por primera vez asume una resonancia irónica.
Una casa blanca para inquilino negro es todo un resumen del triunfo de la comunidad que Obama ha llevado al vértice del poder, luego de ocho años de gestión de un mandatario sureño como Bush. Hasta Scarlett O`Hara podría quedar pasmada ante estos vuelcos de la historia, aunque Morgan Freeman ya no.
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