Fue en un pueblito rústico cercano a Buenos Aires donde me encontré con Borges para departir amigablemente de cosas circunstanciales y nada frívolas.
Y fue al calor de un amarguísimo mate mientras el humo azul de mi agreste cigarrillo parecía danzar al ritmo de una milonguita sin fin, cuando tergiversábamos sobre la cualidad de los adjetivos en la gramática de Aristóteles; para terminar al final de la noche hablando del amor, eterno tema que enreda a los amantes solitarios en elixires de pasión, recrean y procrean las historias de los pueblos sobre la arena de un mar infinito, como es la vasta humanidad.
Borges lucía profundamente grave, dramáticamente nostálgico. Sus palabras eran claras y pausadas.
Cuando habló de los griegos estableció una complicada analogía sobre la cultura creto-micénica y el florecimiento del alfabeto, pero que ésta yacía oculta bajo el polvo de los siglos, y de los tres cuartos de giro que tuvo la letra aleph y que traducía como el buey del arado que trazaba los surcos bajo un sol perfectamente rojizo.
El mate era sorbido lentamente mientras subrayaba el anciano la calidad del pergamino que contenía dichas referencias y estaba escondido en el ánfora con la imagen de Orfeo.
Y así llegamos a la poesía. Yo le toqué el tema sobre la verdadera definición de poesía y cómo muchos ni se atrevían a definirla por la vaguedad de su discurso.
El maestro sonreía cuando al hablarle de Leonardo, artista del quatrocento, quien despojaba del título de soberanía a la poesía para considerar a la pintura como la reina de las artes.” La pintura es de nobleza sin par” según decía, porque la pintura era “poesía muda” y la poesía, “pintura ciega”. () Y que si ésta última bien permitía imaginar, la pintura lo dibujaba eternamente para gozo de los ojos y en sí de los sentidos.
El maestro palideció por un instante, desdibujó su sonrisa y con la mirada perdida a través del cristal de la ventana musitó: ” Soy poeta”.
Muy serenamente giró su rostro hacia donde me encontraba y me preguntó casi con la pedagogía de un maestro que cuál creía yo sería de ellas la más antigua. Me mantuve pensativa y sin palabras.
Susurré entonces que los ideogramas chinos, los fonemas pictográficos y jeroglíficos debieron tener mucho de ambas artes pero que me resultaba imposible deducir cuál había surgido primero.
La sutileza del maestro me hizo sentir avergonzada y yo para cambiar un poco el rumbo de nuestra conversación le comenté que estaba leyendo La Divina Comedia en toscano. Y que había tenido serias dificultades para entender la pluralidad de simbología, regionalismos, arcaísmos y personajes de la época y que me fue indispensable recurrir al estudio de cuatro ensayos críticos sobre la obra, que de hecho ampliaron mi horizonte de observación.
Me afirmó entonces que su propósito actual era realizar un ensayo crítico sobre la Divina Comedia pero que aún le faltaba por concretar ciertos paralelismos semióticos y que debía postergarlo. Yo, le dije al maestro que le comprendía pues la escritura de Dante permite muchísimos niveles de lectura y que ese esfuerzo sólo tendría éxito gracias a su incomparable talento.
El maestro asintió con su cabeza como agradeciendo el gesto.
Me gustan los ensayos cortos y profundos -dijo- que conduzcan al lector al análisis de cada frase. La crítica debe necesariamente conducirnos a alguna parte, a identificar los elementos del juego, al propio subconsciente del artista, sus propósitos. El adentro y el afuera. Pero siempre guardando un punto de vista estratégico.
Un tango sonó por el megáfono del barcito aquel y me dijo; ¿bailás?
Yo le dije: ¡ por supuesto, maestro!
Medio en broma replicó: Lo lamento, nunca aprendí a bailarlo, además se puede enredar mi bastón entre tus pies.
Reímos de maravilla, entonces él pidió dos mates más.
La noche con su séquito de nubes se fue iluminando con arreboles dorados y azul aguamarina. El maestro tomó mi brazo, su reloj de bolsillo, su sombrero y su bastón. Yo arreglé su solapa satinada. Él sonreía. Un perfume a naranjo brotó de su sombrero. Los primeros rayos de sol se dibujaron en el horizonte del mar.
Vamos, querida. -me dijo.
Y fue al calor de un amarguísimo mate mientras el humo azul de mi agreste cigarrillo parecía danzar al ritmo de una milonguita sin fin, cuando tergiversábamos sobre la cualidad de los adjetivos en la gramática de Aristóteles; para terminar al final de la noche hablando del amor, eterno tema que enreda a los amantes solitarios en elixires de pasión, recrean y procrean las historias de los pueblos sobre la arena de un mar infinito, como es la vasta humanidad.
Borges lucía profundamente grave, dramáticamente nostálgico. Sus palabras eran claras y pausadas.
Cuando habló de los griegos estableció una complicada analogía sobre la cultura creto-micénica y el florecimiento del alfabeto, pero que ésta yacía oculta bajo el polvo de los siglos, y de los tres cuartos de giro que tuvo la letra aleph y que traducía como el buey del arado que trazaba los surcos bajo un sol perfectamente rojizo.
El mate era sorbido lentamente mientras subrayaba el anciano la calidad del pergamino que contenía dichas referencias y estaba escondido en el ánfora con la imagen de Orfeo.
Y así llegamos a la poesía. Yo le toqué el tema sobre la verdadera definición de poesía y cómo muchos ni se atrevían a definirla por la vaguedad de su discurso.
El maestro sonreía cuando al hablarle de Leonardo, artista del quatrocento, quien despojaba del título de soberanía a la poesía para considerar a la pintura como la reina de las artes.” La pintura es de nobleza sin par” según decía, porque la pintura era “poesía muda” y la poesía, “pintura ciega”. () Y que si ésta última bien permitía imaginar, la pintura lo dibujaba eternamente para gozo de los ojos y en sí de los sentidos.
El maestro palideció por un instante, desdibujó su sonrisa y con la mirada perdida a través del cristal de la ventana musitó: ” Soy poeta”.
Muy serenamente giró su rostro hacia donde me encontraba y me preguntó casi con la pedagogía de un maestro que cuál creía yo sería de ellas la más antigua. Me mantuve pensativa y sin palabras.
Susurré entonces que los ideogramas chinos, los fonemas pictográficos y jeroglíficos debieron tener mucho de ambas artes pero que me resultaba imposible deducir cuál había surgido primero.
La sutileza del maestro me hizo sentir avergonzada y yo para cambiar un poco el rumbo de nuestra conversación le comenté que estaba leyendo La Divina Comedia en toscano. Y que había tenido serias dificultades para entender la pluralidad de simbología, regionalismos, arcaísmos y personajes de la época y que me fue indispensable recurrir al estudio de cuatro ensayos críticos sobre la obra, que de hecho ampliaron mi horizonte de observación.
Me afirmó entonces que su propósito actual era realizar un ensayo crítico sobre la Divina Comedia pero que aún le faltaba por concretar ciertos paralelismos semióticos y que debía postergarlo. Yo, le dije al maestro que le comprendía pues la escritura de Dante permite muchísimos niveles de lectura y que ese esfuerzo sólo tendría éxito gracias a su incomparable talento.
El maestro asintió con su cabeza como agradeciendo el gesto.
Me gustan los ensayos cortos y profundos -dijo- que conduzcan al lector al análisis de cada frase. La crítica debe necesariamente conducirnos a alguna parte, a identificar los elementos del juego, al propio subconsciente del artista, sus propósitos. El adentro y el afuera. Pero siempre guardando un punto de vista estratégico.
Un tango sonó por el megáfono del barcito aquel y me dijo; ¿bailás?
Yo le dije: ¡ por supuesto, maestro!
Medio en broma replicó: Lo lamento, nunca aprendí a bailarlo, además se puede enredar mi bastón entre tus pies.
Reímos de maravilla, entonces él pidió dos mates más.
La noche con su séquito de nubes se fue iluminando con arreboles dorados y azul aguamarina. El maestro tomó mi brazo, su reloj de bolsillo, su sombrero y su bastón. Yo arreglé su solapa satinada. Él sonreía. Un perfume a naranjo brotó de su sombrero. Los primeros rayos de sol se dibujaron en el horizonte del mar.
Vamos, querida. -me dijo.
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