Revista Noticias (Continuación)


por James Nielson

Pues bien: ¿tiene razón Cristina –y llamarla por su nombre de pila a secas ya podría considerarse sexista– cuando atribuye sus dificultades a su género? Hasta cierto punto, es evidente que sí. Una mujer corre riesgos si trata de comunicarse con la ciudadanía empleando un estilo que en el caso de un hombre resultaría adecuado. Mientras que un presidente macho puede cubrir de insultos a sus enemigos auténticos o meramente imaginarios sin que nadie se sienta demasiado ofendido -sobre todo si se trata de uno como Néstor que tiene fama de ser un cascarrabias atrabiliario- en boca de una presidenta agravios menos zahirientes bastan como para que decenas de miles de personas salgan en seguida a la calle para repudiarla, martillando cacerolas y gritándole consignas hostiles. Asimismo, se da por descontado que Néstor es un oportunista, pero Cristina brinda la impresión de ser una ideóloga apasionada que toma al pie de la letra aquellas rencorosas doctrinas setentistas que subyacen en sus peroratas.

Aunque la “dureza” rutinaria de Néstor molestaba a muchos, nunca dio lugar a manifestaciones callejeras equiparables con las desencadenadas por algunas palabras mal elegidas que pronunció su esposa. Es factible que la diferencia se haya debido a nada más siniestro que el transcurso del tiempo, que de estar Néstor aún sentado en el sillón presidencial las manifestaciones de repudio se celebrarían todos los días, pero no es muy probable. Mal que les pese a quienes creen que hablar de diferencias entre los dos géneros sexuales es de por sí discriminatorio, un hombre habitualmente furibundo es una cosa, y una mujer ídem resulta ser otra muy distinta.

Por lo demás, se equivocan los que dicen que los cacerolazos que presagiaron la caída del presidente Fernando de la Rúa fueron desatados por un discurso de contenido autoritario. Lo que los provocó fue la sensación de debilidad que supo difundir un mandatario desbordado por las circunstancias. Consciente de esta realidad, Cristina entiende muy bien que a menos que logre hacer valer la autoridad presidencial, su estadía en la Casa Rosada no tardará en convertirse en una ordalía penosa que culminaría de manera muy triste, pero por tratarse de una mujer, su forma de hacerlo no puede ser la misma que acaso serviría si fuera un hombre. Tanto aquí como en muchas otras partes del planeta, una mujer hombruna motiva más ridículo que respeto.

La necesidad de convencer al país de que es una presidenta de verdad, no un títere presentable manipulado por un hombre, está detrás de la agresividad que tanto ha contribuido a prolongar el conflicto con los latifundistas, chacareros, sojeros, ganaderos y otros que están protagonizando la rebelión del campo. No sólo es una cuestión de estilo sino también de una lucha por mostrar que es ella la que manda, con la particularidad de que si brinda la impresión de ser una mujer mandona perderá.

En un intento de soslayar la dificultad así supuesta, Cristina procura hacer pensar que representa al pueblo agredido por una manga de oligarcas desalmados que quieren hambrearlo, de personajes nefastos que están operando contra la Patria como hicieron otros en el pasado no tan remoto, pero fuera del universo oficialista pocos aceptan interpretar el conflicto en tales términos. Nadie en sus cabales cree que los chacareros constituyan la vanguardia de una nueva dictadura ni que entre sus motivos para oponerse al “proyecto” de los Kirchner esté el hipotético disgusto que les produciría la política de Derechos Humanos del Gobierno que, dicho sea de paso, tiene más que ver con lo ocurrido treinta años atrás que con lo que sucede en tantos lugares en la actualidad.

Asimismo, la mayoría sabe muy bien que está en juego mucho más que los ingresos futuros de los agricultores, o incluso los precios de los alimentos en un momento en que están subiendo en el mundo entero, lo que debería ser una bendición para la Argentina en su conjunto, pero que desde el punto de vista del Gobierno es un desastre que tendría que atenuar aislando al país de las malditas tendencias internacionales. Tiene razón Cristina cuando dice que el país se ve ante una oportunidad histórica, pero esto no significa que la excéntrica estrategia agropecuaria que puso en marcha su marido y que ella está decidida a continuar, pueda brindar los frutos presuntamente deseados. Después de todo, aunque prohibir exportaciones cuando el resto del mundo está reclamando alimentos y tomar medidas encaminadas a desalentar a los productores podrían complacer al “pueblo” urbano, no ayudarán a enriquecer al país.

Si por los motivos que fueran Cristina resulta ser incapaz de granjearse el respeto del grueso de sus adversarios, su gestión no podrá sino terminar mal. Como a estas alturas entenderá, no le será fácil reinventarse. Aunque intercale “por favor” y “humildemente” en todas sus próximas alocuciones y deje de tratar a los hombres del campo como golpistas en potencia, su forma de hablar continuará levantando ampollas. Tal y como sucedió con la primera ministra británica Margaret Thatcher y también con la ex presidenta Isabel Perón, el estilo didáctico favorecido por Cristina irrita mucho a quienes lo consideran típico de una maestra de escuela obligada a tratar infructuosamente de instruir a alumnos atrasados acerca de sus deberes. Aunque la intelectualidad progre británica la detestaba, la Dama de Hierro nunca perdió el apoyo de la clase media y de una parte sustancial de la obrera, lo que le permitió gobernar sin demasiados sobresaltos hasta que los hombres de su propio partido optaran por voltearla, pero a pesar de ser ella misma de la clase media urbana, Cristina la tiene en contra. Asimismo, en la Argentina por lo menos escasean las mujeres que estén dispuestas a solidarizarse con ella por considerarla la abanderada de su género. A juzgar por las manifestaciones callejeras de las semanas últimas, abundan las mujeres que la encuentran insoportable.

¿Qué es lo que tanto las enfurece? La palabra que más se oye cuando se alude a su estilo es “soberbia”, ya que parece acostumbrada a mirar por encima del hombro a todos sus compatriotas, tratando incluso a miembros del Gobierno como si formaran parte de la servidumbre. Puede que tal actitud no se haya debido a la convicción de la superioridad intelectual propia, sino a la inseguridad que naturalmente siente una mujer sin mucha experiencia administrativa y que, por lo demás no estaría donde está de no haberlo decidido su marido en un ámbito, el del peronismo, que siempre se ha visto dominado por machos que se ufanan de sus atributos masculinos, pero así y todo es urticante. Y aunque pocas sienten la nostalgia por la dictadura militar que les imputa Cristina, no les resultan persuasivas en absoluto las pretensiones “progresistas” de un gobierno que tiene mucho en común con los de signo “derechista” encabezados por Héctor Cámpora, los Perón y Carlos Menem.

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