Fue la broma del mes. Las palabras del presidente boliviano Evo Morales sosteniendo con pasmosa seriedad que la homosexualidad y la calvicie son "culpa" de la ingesta de pollo, dieron materia prima para que el mundo se riera con ganas. Pero más allá de lo humorístico que tiene el tema, el escándalo generado en torno a las palabras de Morales revela algo preocupante; la liviandad con la que se construyen los mitos políticos hoy en día.
Hasta hace sólo semanas, Evo Morales era un estadista. La sociedad internacional lo trataba con respeto, los sectores intelectuales se derretían ante el personaje y su vida cinematográfica, y los dirigentes políticos de izquierda lo llevaban a lo más alto de su panteón ideológico. "Es lo más interesante que ha pasado en la izquierda latinoamericana en décadas", decía hace poco nuestro vicecanciller Roberto Conde.
Estos juicios -atravesados por dosis importantes de ignorancia, complejos históricos mal asumidos y corrección política absurda- se vinieron a pique. Bastó que cargara contra un grupo organizado como el colectivo gay, para que el indio bueno y defensor de lo natural se convirtiera en un troglodita de un día para otro. Y la culpa de esto no es de Morales. Desde su llegada al poder, el mandatario andino ha dado sobradas muestras de una concepción mental intolerante, retrógrada y poco democrática, amparado por una pátina de enamoramiento con un pasado mítico más que discutible. Los ejemplos sobran.
Meses atrás el gobierno boliviano, que cuenta con mayoría propia en el Congreso, votó una ley "anticorrupción" para penar el mal manejo de los recursos públicos. Esa ley que tipifica delitos imprecisos como el daño a los intereses superiores del Estado, incluye entre sus detalles más asombrosos su aplicabilidad retroactiva, o sea que alcanza a acciones realizadas antes de su existencia. El objetivo explícito de la norma, que se da de trompadas con las bases del sistema legal occidental, es juzgar a los mandatarios constitucionales que precedieron a Morales, en una cacería de brujas que ya ha motivado que más de 20 dirigentes opositores hayan debido dejar el país.
No contento con eso, Morales nombró por decreto a 18 nuevos jueces para integrar la Suprema Corte de Justicia y otros altos tribunales. Todo ignorando disposiciones de la constitución que él mismo promulgó, que fija que los jueces deben ser electos por voto popular. Además, siguiendo un precedente iniciado por Fujimori en Perú, recorta el mandato de los jueces actuales. Esta polémica reforma llamada la "ley corta", ha significado el tiro de gracia para la independencia del poder judicial en Bolivia, lo cual ha generado que hasta la Oficina del Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos expresara su inquietud.
Otra de las medidas impulsadas por Morales ha sido la de consagrar la "ley indígena originaria". Según la nueva constitución, esta poco ortodoxa fuente de derecho coexiste con la justicia ordinaria y goza de igual jerarquía. Claro que sin que existan normas escritas y claras que digan lo que se puede hacer y lo que está prohibido. Así han proliferado tribunales populares que deciden tomarse la justicia por su mano y aplican penas inhumanas sin ninguna garantía legal. Linchamientos, azotadas y humillaciones públicas son parte integral de un sistema de justicia que según un reciente artículo del jurista Luis Eduardo Siles "se asemeja a lo que ocurre en lugares gobernados por el fundamentalismo islámico". Siles llega a afirmar que "en Bolivia rige la pena de muerte, sin ley ni proceso".
Pues todo esto estaba a la vista de la comunidad internacional hace tiempo. Y sin embargo todos aplaudimos a Morales como si fuera una especie de Mandela andino, tomando sus exabruptos y ataques a quien piensa diferente como parte del "color" que rodea al primer presidente indígena de Latinoamérica. Está claro para cualquiera que haya ido a Bolivia que se trata de un país especial y con unos contrastes chocantes que explican sobradamente el surgimiento de un liderazgo como el de Morales. Pero eso no debería ser suficiente como para que el mundo entorne los ojos ante abusos y excesos injustificables, que si hubieran provenido de cualquier otro político, habrían desatado un escándalo mucho más grave que el causado por el pobre pollo.
El País Digital
Hasta hace sólo semanas, Evo Morales era un estadista. La sociedad internacional lo trataba con respeto, los sectores intelectuales se derretían ante el personaje y su vida cinematográfica, y los dirigentes políticos de izquierda lo llevaban a lo más alto de su panteón ideológico. "Es lo más interesante que ha pasado en la izquierda latinoamericana en décadas", decía hace poco nuestro vicecanciller Roberto Conde.
Estos juicios -atravesados por dosis importantes de ignorancia, complejos históricos mal asumidos y corrección política absurda- se vinieron a pique. Bastó que cargara contra un grupo organizado como el colectivo gay, para que el indio bueno y defensor de lo natural se convirtiera en un troglodita de un día para otro. Y la culpa de esto no es de Morales. Desde su llegada al poder, el mandatario andino ha dado sobradas muestras de una concepción mental intolerante, retrógrada y poco democrática, amparado por una pátina de enamoramiento con un pasado mítico más que discutible. Los ejemplos sobran.
Meses atrás el gobierno boliviano, que cuenta con mayoría propia en el Congreso, votó una ley "anticorrupción" para penar el mal manejo de los recursos públicos. Esa ley que tipifica delitos imprecisos como el daño a los intereses superiores del Estado, incluye entre sus detalles más asombrosos su aplicabilidad retroactiva, o sea que alcanza a acciones realizadas antes de su existencia. El objetivo explícito de la norma, que se da de trompadas con las bases del sistema legal occidental, es juzgar a los mandatarios constitucionales que precedieron a Morales, en una cacería de brujas que ya ha motivado que más de 20 dirigentes opositores hayan debido dejar el país.
No contento con eso, Morales nombró por decreto a 18 nuevos jueces para integrar la Suprema Corte de Justicia y otros altos tribunales. Todo ignorando disposiciones de la constitución que él mismo promulgó, que fija que los jueces deben ser electos por voto popular. Además, siguiendo un precedente iniciado por Fujimori en Perú, recorta el mandato de los jueces actuales. Esta polémica reforma llamada la "ley corta", ha significado el tiro de gracia para la independencia del poder judicial en Bolivia, lo cual ha generado que hasta la Oficina del Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos expresara su inquietud.
Otra de las medidas impulsadas por Morales ha sido la de consagrar la "ley indígena originaria". Según la nueva constitución, esta poco ortodoxa fuente de derecho coexiste con la justicia ordinaria y goza de igual jerarquía. Claro que sin que existan normas escritas y claras que digan lo que se puede hacer y lo que está prohibido. Así han proliferado tribunales populares que deciden tomarse la justicia por su mano y aplican penas inhumanas sin ninguna garantía legal. Linchamientos, azotadas y humillaciones públicas son parte integral de un sistema de justicia que según un reciente artículo del jurista Luis Eduardo Siles "se asemeja a lo que ocurre en lugares gobernados por el fundamentalismo islámico". Siles llega a afirmar que "en Bolivia rige la pena de muerte, sin ley ni proceso".
Pues todo esto estaba a la vista de la comunidad internacional hace tiempo. Y sin embargo todos aplaudimos a Morales como si fuera una especie de Mandela andino, tomando sus exabruptos y ataques a quien piensa diferente como parte del "color" que rodea al primer presidente indígena de Latinoamérica. Está claro para cualquiera que haya ido a Bolivia que se trata de un país especial y con unos contrastes chocantes que explican sobradamente el surgimiento de un liderazgo como el de Morales. Pero eso no debería ser suficiente como para que el mundo entorne los ojos ante abusos y excesos injustificables, que si hubieran provenido de cualquier otro político, habrían desatado un escándalo mucho más grave que el causado por el pobre pollo.
El País Digital
2 comentarios:
HACE UNOS CUANTOS AÑOS,ESTUVE ALLI,EL INDIGENA ESTABA SEPARADO DE LOS DE CLASE MEDIA,Y ESTOS LOS DISCRIMINABAN ERA ESPANTOSO,ESTE TIO METIO LA PATA EN DECIR ESO,PERO LOS INDIGENMAS LES HA DADO UN POCO DE DIGNIDAD,AL LLEGAR A LA PRESIDENCIA!
Es cierto, amiga mía. Se ha dado un nuevo significado a la presencia casi mayoritaria del indígena. Pero lo que no puede hacerse es retomar las antiguas leyes aymaras -o quechuas, o araucanas- en una sociedad moderna donde existen ciudadanos que piensan y sienten de otro modo. La solución es codificar esas leyes por escrito, para que sean refrendadas en plebiscito, o de lo contrario permitir la separación de aquellas provincias bajas, linderas con Brasil. Sucede que son las más blancas, más ricas por ser más trabajadoras, y alimentan a los indígenas de La Paz...
Trata de ver siempre todas las posiciones porque a menudo no es oro todo lo que reluce. Te envío un abrazo con mucho afecto.
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