Louella Parsons, la más viperina columnista de cotilleos del Hollywood clásico, manejó tanto poder, que una frase suya bastaba para destrozar la carrera de un actor o una actriz. Su paranoia con las estrellas llegó a tal punto que murió en 1972 insultando a los personajes de las películas que proyectaban en el geriátrico donde se alojaba.
En cierta medida es muy posible que hoy nos resulte mucho más difícil comprender y analizar (por cercanía) la maldad de Louella Oettinger Parsons (Freeport, 1893 - Santa Mónica, 1972) que los desvaríos de un Calígula o de un marqués de Sade. Si se escribiera de ella una biografía escueta y neutra, apenas podríamos hacer otra cosa más que escribir su nombre en letras doradas en el pabellón más disparatado de los récords. De infeliz casada provinciana de Iowa a reina madre y gran arpía oficial de la prensa rosa de Hollywood hay un gran trecho; pero si consideramos que la ostentación del poder de Louella duró la friolera de 40 años, que su columna era inmediatamente traducida o transcripta a más de 500 periódicos en todo el mundo -no como la opinión de una columnista de cotilleos sino como la verdad absoluta acerca de la más profunda intimidad de sus retratados- y que con un solo dedo era capaz de detener proyectos millonarios de las primeras productoras de Hollywood, comenzaremos a tener una idea cabal del poder real que ostentó esta periodista rechoncha, esta Louella “He-Visto-Lo-Que-Has-Hecho” Parsons, como la solía llamar la farándula norteamericana.
He aquí una descripción de Louella de su amiga Tara Gordon, referida a su época de (mal)casada en Dixon, durante el comienzo de la década de 1910: “Louella era amable y tierna. Aunque detestaba cocinar y la vida en Dixon, siempre tenía palabras amables para sus amigas. Era trabajadora y leal, y jamás escuché de su boca una mala palabra sobre nadie. Un ama de casa absolutamente respetable”.
He aquí otra, referida a la década de los cuarenta, de Hedda Hopper, su rival periodística: “Con el imperio de [Randolph] Hearst a sus espaldas, Louella ejercía el poder de una Catalina de Rusia. Hollywood leía cada una de las palabras que escribía como si se tratara de una revelación divina desde el monte Sinaí. Las estrellas, los directores y los productores estaban aterrorizados cada vez que abrían el periódico. Todos temían el infierno de su conocido ‘tratamiento silencioso’, o peor aún, sus desmanes y sus críticas. Con una sola línea interrumpía producciones, obligaba a casarse a amantes ocasionales que querían salvaguardar sus carreras cinematográficas o a divorciarse a matrimonios bien avenidos. Una sola crítica negativa, y una debutante de talento se veía obligada a hacer la maleta y volver a su poblacho de origen en el Medio Oeste; una crítica positiva, y las alfombras granates comenzaban a bailar bajo los pies con la rapidez de la luz”.
Louella comienza su escalada hacia Hollywood tras su primer divorcio en 1914, como cronista cinematográfica del Chicago Record Herald, y aunque el chismorreo oficial ya existía en figuras como la del temible Walter Winchel, Louella, la pacata y puritana Louella, la provinciana Louella, hace varios descubrimientos personales un tanto cínicos pero muy provechosos, que transforman la naturaleza de la crónica rosa por completo.
Trasladando las distancias, se podría decir que Louella Parsons es el Cervantes de la crónica rosa; el antes y el después es tan marcado que se instaura no sólo el género sino la demanda del mismo, y el formato inicial ideado por ella es de tal efectividad que aún hoy se mantiene intacto. Pero ¿qué descubrió Louella?
Louella (y no se deje engañar el lector por la aparente ingenuidad del razonamiento, porque contiene una encarnizada maldad y un desprecio de lo humano más que notables) descubre varias cosas: primero, que cada uno -todos y cada uno de nosotros- poseemos una intimidad que en su más estricta singularidad es tan sólo o una tontería o una suciedad inmunda. Segundo, que tratándose de un personaje público esa inmundicia (por muy poco que sea relevante en lo que le ha hecho célebre) deja de ser banal y se convierte en información. Tercero, que esa información debe ser mostrada. Cuarto, que esa información debe ser juzgada por un árbitro competente. Quinto, que la opinión de ese árbitro competente es la verdad absoluta. Sexto, que el pronunciamiento de esa verdad debe tener consecuencias reales de premio o castigo.
La dialéctica es tan absurda como implacable, pero todavía hoy no tenemos más que encender nuestro televisor para corroborar su vigencia. “En el fondo”, explica Truman Capote, “el descubrimiento de Louella Parsons es tan simple como demoníaco; la intimidad, lo más secreto de lo secreto, lo vergonzoso, hace que la cotidianeidad de las vidas ordinarias adquiera puntualmente relevancia”. El pecado es salvador porque colma de sentido, porque es el acontecimiento alrededor del cual todo gira. Pero más salvador que lo salvador, igual que el pecado más secreto que lo secreto, es exponer al cadalso público a quien ha hecho lo mismo que yo y ha sido descubierto, porque en su aniquilación adquiere carácter de víctima propiciatoria, y más aún si es un personaje público, porque su destrucción se hace entonces simbólica.
Corre el año de 1943 cuando Frances Farmer (la belleza de la Paramount apodada “la nueva Garbo”) es detenida en Santa Mónica por conducir ebria y sin licencia. Los perros de caza de Hollywood abanderados por la cándida Louella se lanzan inmediatamente a su cuello. “La cenicienta de Hollywood ha regresado a sus cenizas por el resbaladizo sendero de la bebida”, escribe Parsons en su columna, e inmediatamente el linchamiento se hace público. Tras un juicio delirante, en el que Parsons filtra información sobre su supuesto comunismo, Farmer se ve obligada a firmar un documento en el que se declara mentalmente incapacitada y pide a la autoridad la gracia (?) del internamiento. Un oscuro the end a la carrera de Frances Farmer. ¿Pero realmente se ha juzgado a Frances Farmer? ¿A esa pobrecilla, si no muy equilibrada afectivamente, al menos sí con un potencial interpretativo sobresaliente? No, y he ahí el milagro de Louella Parsons. Ha creado la ilusión de que así era, cuando lo que de verdad se ha producido es un linchamiento público de la depravación (una depravación abstracta, y, por tanto, amenazadora, rotunda e incontestable), simbolizada en la depravación mínima y totalmente accidental de un hecho concreto de una actriz con nombre y apellidos.
Son muchos los que opinan que la carrera de la rechoncha Lolly Parsons no habría sido tan meteórica y tan rotunda sin la intervención del pequeño accidente a bordo del Oneida (el barco de recreo del magnate del periodismo William Randolph Hearst) que le costó la vida al flamante por entonces director Thomas Ince. El 18 de noviembre de 1924, y precisamente con motivo de la celebración del 43º cumpleaños de Thomas Ince, organizó una fiesta a bordo de su barco a la que estaba invitada una comitiva selecta de 15 personas, entre las que se encontraban, aparte de Ince, Marion Davies (amante de Hearst); Charles Chaplin; las actrices Aileen Pringle, Seena Owen y Lulanna Johnston; el doctor Daniel Carson Goodman, y una ya conocida redactora del New York Morning Telegraph, Louella Parsons. Para amenizar la fiesta acompañaba al grupo una banda completa de jazz.
En el transcurso de la noche del 19, y después de una velada más bien movida en la que Marion Davis y Chaplin coquetearon abiertamente, los ánimos de Hearst fueron agriándose por momentos; pero lo que provocó el estallido fue el descubrimiento de que Chaplin y Davis habían apañado un encuentro en la cubierta inferior. La ira de Hearst se desató y sacó el revólver de diamantes que guardaba siempre en cubierta para asesinar a Chaplin, pero la oscuridad de la noche le hizo confundirse de cabeza y la bala fue a parar al cerebro del homenajeado Thomas Ince. A partir de aquel momento, todo transcurrió a una velocidad de vértigo. El cadáver fue evacuado inmediatamente en San Diego e incinerado a una velocidad sorprendente mientras el doctor Goodman extendía una nota en la que certificaba que la causa de la muerte de Ince había sido una parada cardíaca producida por la ingestión de alimentos. Parsons -que después llegó hasta a negar su presencia en el barco- escribió en su columna que Ince había fallecido en su propia casa; pero Kono (el secretario de Chaplin) y, tras la muerte de Hearst, Vera Burnett (la doble de Marion Davis) aseguraron haber visto sacar del Oneida el cuerpo de Ince con un agujero de bala en el cráneo. Quién vio y quién no vio el accidente pertenece al terreno de la especulación de la leyenda negra de Hollywood, pero no deja de ser llamativo que después del (nuevamente meteórico) juicio en el que Hearst fue indultado, esa casi inocua redactora del New York Morning Telegraph llamada Louella Oettinger Parsons firmara un contrato vitalicio y exclusivo para el imperio del magnate Hearst.
Así se escribe la historia –como decía Scott Fitzgerald, “con las mentiras de los que vencieron”–, y comienza la época dorada de nuestra ya Louella Oneida "He-Visto-Lo-Que-Has-Hecho" Parsons. Ella misma aseguró en sus memorias: “Desde que comencé a trabajar para Randolph, el mundo se convirtió en mi ostra. Hollywood ponía la salsa”.
El patio al que llega Lolly Parsons no era precisamente un convento de carmelitas: el gordito cómico simpaticón Fatty Arbuckle ya había pasado por la picota por la violación (¿?) y asesinato de la aspirante a actriz Virginia Rappe; las orgías disparatadas de Erich von Stroheim ya habían sido vendidas por Mae Murray; Chaplin ya había sido descubierto en su tendencia a las niñas casi impúberes con la entrada en escena de Lita Grey, y Alma Rubens había sido detenida en el Grand Hotel de San Diego con 40 ampollas de morfina escondidas en el dobladillo de uno de sus vestidos.
A mitad de los años veinte, Hollywood era una enorme fábrica de sueños que se le había ido a todo el mundo de las manos y que amenazaba con convertirse en un espejo hacia el mundo de la depravación más disparatada. Las fiestas orgiásticas con heroína para todos comenzaban a ser un verdadero peligro para las mismas productoras, y la maquinaria de la opinión pública comenzaba a exigir nuevos linchamientos. Es entonces cuando la mente calenturienta de Louella crea un nuevo sistema que instaura el descrédito generalizado: el del anonimato de la acusación, el “se dice que”.
Trate el lector de contemplar todos estos eventos que hoy concebimos como normales con una mirada lo más ingenua posible para captar la magnitud de los hechos, y sobre todo para apreciar la enorme estructura del mal en la que ha hecho que nos sumerjamos sin apenas percibirlo. Ante ese panorama, que en cierta medida había pasado inadvertido, Louella Parsons creó a través de sus artículos una especie de generalización del crimen a partir del anonimato de la acusación. En realidad se trataba tan sólo de no pronunciar el nombre del pecador sino describir con pelos y señales el resto de tal forma, que el lector no sólo tenía datos suficientes para identificar al acusado, sino también para crear una ilusión generalizada con respecto al resto. En palabras de Joan Crawford, “cada vez que Lolly [Parsons] decía que una bellísima estrella de cine había sido sorprendida en un lugar de dudosa fama, la acusación recaía sobre todas nosotras sin excepción. Todas sufríamos las consecuencias”.
Personajes como Louella Parsons crecen y se desarrollan en un entorno que los propicia y alienta, y si bien es cierto que en ningún otro momento como en el Hollywood de los años veinte y treinta se podría haber desarrollado una mujer como ella, también lo es que eso no la convierte en menos culpable. El exceso de poder es siempre extremadamente peligroso, y más aún en los caracteres débiles. El mal, el mal absoluto, tal y como lo analiza Hanna Arendt en ese magnífico ensayo sobre el Holocausto titulado Eichmann en Jerusalén, no se produce en la mayoría de los casos como un movimiento afirmativo hacia el mal, un descubrimiento del mal y una apetencia de él, sino como consecuencia de una equilibrada mezcla de varios elementos entre los que se encuentran la banalidad, la inconsciencia y una cesión paulatina del sujeto con respecto a lo que considera real. Y tal vez sea ése el momento más peligroso de todos; aquel en el que el sujeto pierde por completo la noción de lo real como algo externo a su voluntad y comienza a aplicar y a hacer sufrir a los otros las consecuencias de los criterios de verdad y de bien que él mismo aplica hacia el exterior como universales y necesarios.
Cuando Louella Parsons trata de destruir la carrera de la actriz Mamie van Doren (que acababa de firmar un contrato con la Paramount para el rodaje de A place in the sun), hace una llamada a la productora y asegura fríamente que si se sigue adelante con la carrera de esa actriz, jamás volverá a dar una línea de publicidad a la productora en su columna del Examiner. Unas horas más tarde, Van Doren recibe una llamada de la productora que la acababa de contratar diciéndole que no tendrá el papel porque “se parece demasiado a Marilyn Monroe”. Tranquilizada por la noticia Parsons hace un viaje a Europa, y cuando regresa a Los Ángeles contempla con estupefacción que Mamie ha sido contratada por Universal y que se encuentra ya en pleno rodaje. Transportada por la ira asegura que tanto Mamie van Doren como su madre han ejercido la prostitución. “Muchos años después”, asegura Mamie en sus confesiones, “y aunque realmente Lolly Parsons fue la bestia negra de mi carrera, me he acostumbrado a pensar en ella con lástima. Me resultaba difícil de creer que ella misma pensara que era cierto lo que decía, pero la verdad, la simple verdad, era que había enloquecido completamente y que no era capaz de distinguir entre lo que había visto y lo que su imaginación calenturienta inventaba sobre todas nosotras”. Esta misma secuencia, con variantes circunstanciales, se repite con Beverly Baynes, Juanita Hansen, Judy Garland, Alma Rubens, Alice Terry… y un interminable etcétera.
Es un hecho de la experiencia que cuando una persona ataca con bestial virulencia un defecto ajeno es porque ella misma posee ese mismo vicio en grado superlativo. La ira del atacante se debe, si no al reflejo del profundo desprecio que esa persona siente por sí misma precisamente por esa razón, por lo menos sí a que la víctima produce un efecto benéfico sobre ella en el sentido de que le hace vivir por procuración aquello que ella no tiene valor para vivir. Negar la bondad del caído, aniquilarle, es reconocer el fracaso de aquello hacia lo que ella misma tiende; es como matar en ella ese defecto intolerable tratando de crear la mayor distancia posible entre lo que ella es y lo que quiere hacer de sí misma ante los otros. Si Louella Parsons ataca con tanta ferocidad la promiscuidad, la adicción a la bebida y la envidia es precisamente porque ella misma era profundamente promiscua, alcohólica y envidiosa. Si hace pasar un infierno de vergüenza a Spencer Tracy es porque ella hubiese deseado que él engañase con ella a su mujer en lugar de con Katharine Hepburn, entonces lo acusa de borracho adúltero describiéndole como un tipejo que apenas podía entrar en pie en su camerino es sólo porque ella misma era incapaz de volver a su casa. -Jimmie Tarantino la llamaba “Louella PP Parsons”, por su tendencia a orinarse encima cuando estaba bebida. (Las consonantes PP se pronuncian en inglés como nuestro cariñoso pipí) Y si descuartiza a Clara Bow por su inclinación desmedida hacia los hombres era porque ella misma la sentía, con la diferencia de que sólo podía lograrlos por medio de la extorsión, la amenaza y el miedo.
Toda la falacia de la maledicencia está basada en una doble negación de la intimidad como principio: primero, se hace creer que la intimidad es un bien precioso, y segundo, se da por supuesto que en sentido estricto la totalidad de los hombres posee una intimidad que es un basurero de la ocultación. Si esa malignidad está acompañada del poder (Louella llegó a tener suficiente influencia como para hacer que se prohibiera la proyección de Ciudadano Kane en diecisiete Estados de la Unión porque lo consideraba un insulto a su jefe William Randolph Hearst), el resultado es el de una auténtica amenaza humana.
La vida de la provinciana Louella es toda una parábola hollywoodense desde su inicio hasta su primera decadencia ante su rival periodística Hedda Hopper, y luego ante las nuevas Louellas creadas -sin saberlo- por ella misma, que la descuartizaron sin piedad porque ya había sido creado un estado de cosas en el que esa piedad no era ya posible, un estado en el que palabras como verdad o información se habían convertido en sinónimos de vergonzoso o humillante.
Louella Parsons murió en un geriátrico de Santa Mónica el 9 de diciembre de 1972, y quien haya visto ese prodigio de Billy Wilder llamado Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses) reconocerá entre su final y el de la protagonista de esa magnífica película más de un asombroso parecido. Así describe sus últimos días Dita Stone, una de las enfermeras que la atendían: “Había días en los que aún creía que trabajaba para el Examiner y se sentaba a escribir su columna. Nosotras escribíamos cartas falsas de lectoras para mantener su ilusión (…). Muchas tardes el doctor permitía que se proyectaran películas en el salón, y ella siempre les gritaba y les insultaba. Era como si no pudiese soportar que todos esos actores y actrices cuyas vidas había dominado ya no estuvieran en su poder”.
Escribió dos libros de memorias, The gay illitarate (1944) y Tell it to Louella (1961), tan farsantes como cursis, e incluso llegó a aparecer en algunas películas haciendo de ella misma, como Hollywood Hotel (1937) o Without reservations (1946)
Y aunque pueda parecer mentira posee dos estrellas en el Paseo de la Fama, una en el 6418 y otra en el 6300 de Hollywood Boulevard.
A su entierro –“yo sólo fui a comprobar que estaba bien muerta”, aseguró Joan Crawford– acudieron numerosas personalidades del mundo del cine… dando gracias a Dios con alivio.
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