Falsificadores por Juan Manuel de Prada

Hablando ayer de Peyrefitte, recordé a su amigo (¿?) Ferdinand Legros, un falsificador de arte cuyas hazañas avergüenzan a medio mundo de connaisseurs de pintura. Legros entra en el mercado del timo merced a su relación con Elmyr de Hóry, un pintor fracasado pero gran intérprete de la pintura ajena. Legros iba a ver a Pablo Picasso, por ejemplo, con tres o cuatro dibujos sin firmar, más falsos que el beso de Judas, pero con el inconfundible estilo del maestro. Picasso, que era muy vanidoso, invariablemente preguntaba luego de mirarlos por todos lados: "¿Cuánto los pagaste?" y Legros, que había aprendido bien a conocer a la gente grande pues era taxi boy desde la adolescencia, respondía siempre una suma muy pero muy abultada, la que comunicaba al artista como si se tratase de un secreto de estado... "Sí, sí, son míos. -añadía el viejo Picasso mientras firmaba- Nadie vendería dibujos míos por menos de eso".
 
En estos años de extinción de las monedas autóctonas y convergencia en esa versión numismática del esperanto denominada euro, las casas subastadoras de arte se van a forrar. Los ricachones, atacados de histeria, van a desembalar sus alijos de dinero de color (dicho sea sin pretensiones de denigrar a ninguna raza) y a invertirlos en cuadros, muy útiles para camuflar las cajas de caudales empotradas en la pared. Sólo deseo que el gremio de falsificadores sepa aprovechar la coyuntura e infestar el mercado del arte con sus imitaciones más o menos aproximadas. Cada vez que asoma a los periódicos una noticia en la que se denuncia la aparición de falsificaciones, rezo para que se trate de un síntoma aislado de eficacia policial y pido a Dios que siga enviándonos virtuosos del timo para que pongan en evidencia el esnobismo de una sociedad cultural que confunde valor y precio. Por cada caso de falsificaciones aireadas en la prensa existen otros cincuenta (y quizá me quede corto) que permanecen enmascarados o sumergidos en el limbo de la impunidad. Los compradores burlados no se arriesgan a salir de su anonimato culpable, porque saben que si reconocieran el fraude del que han sido víctimas, aparte del choteo general, tendrían que apechugar con el riesgo de que sus finanzas poco católicas fuesen examinadas. También los museos que invierten un potosí con cargo al erario público en obras maestras apócrifas prefieren callar para que los escándalos no los salpiquen.

Las falsificaciones en arte son como los avisos de bancarrota en los mercados bursátiles: mientras dura la conspiración de silencio, las cotizaciones se mantienen, cuando el rumor del fraude o la bancarrota se propaga, los palos del sombrajo sobre el que se apoya tanto artificio se derrumban. Mientras las falsificaciones permanezcan en un ámbito de discreta penumbra, se puede mantener ese absurdo y disparatado simulacro que adjudica a ciertas pinturas un precio de varios miles de millones de pesetas o dólares o euros.

Siempre he profesado una simpatía admirativa hacia los falsificadores de arte, esos herederos de la picaresca dedicados a excavar los cimientos de una sociedad asentada sobre la hipocresía y el papanatismo cultural. Los falsificadores son algo así como aquellos bandoleros y salteadores de caminos que proliferaban en el pasado. En el santoral de mis personajes predilectos figura, por ejemplo, el holandés Hans Van Meegeren, un artesano especializado en la falsificación de Vermeer que consiguió vender sus copias a las pinacotecas más solemnes y campanudas de los Países Bajos, apoyándose en el dictamen mentecato que emitían los expertos de las propias pinacotecas. En un gesto de cinismo que lo honra, Van Meegeren utilizaba como modelos para sus cuadros los rostros de personajes abrumadoramente populares como Greta Garbo o Valentino. Para él, falsificar cuadros no constituía un delito, pues no extorsionaba a ningún inocente ni despojaba a los menesterosos. Simplemente denunciaba la beatería cultural de sus contemporáneos.

Pero quizá el ejemplar más irresistiblemente mondaine de falsario sea el húngaro Elmyr de Hóry, a quien Orson Welles dedicó un rendido homenaje en su película Fake. De Hóry era un húngaro trashumante que dilapidó su juventud como pintor callejero en Montparnasse, malviviendo de la caridad y de los golpes de fortuna. Un día invitó a una amiga con ínfulas de mecenas a su buhardilla o zahúrda y, mientras intentaba convencerla de que le sufragara una exposición, notó que ella permanecía con la vista clavada en un dibujo suyo, pintarrajeado con bastante desgana, y que había ensartado con una chincheta en la pared. “¿Se trata de un Picasso, verdad?”, inquirió la amiga, que ni siquiera padecía miopía, tan sólo cierto esnobismo. De Hory se apresuró a contestar afirmativamente y a desvalijar a la desprevenida incauta.

A partir de entonces, inició una desaforada carrera de falsificaciones, apoyada en su capacidad camaleónica para cambiar de estilo, que abarcaba imitaciones de Modigliani y Matisse, Braque y Bonnard, dependiendo de las veleidades bobaliconas de la moda. De Hory acabó sus días pacíficamente en Ibiza, y sólo logró derrotarlo el amor: al parecer, se encaprichó de un efebo sin escrúpulos llamado Ferdinand Legros, que lo ordeñó exhaustivamente y lo obligó a desarrollar una producción estajanovista y bastante chapucera que acabaría delatando sus falsificaciones.

Cada vez que un falsificador es desenmascarado, la justicia poética pierde una batalla en su guerra contra la inmoralidad que preside nuestra concepción del arte. Si aún les queda algún vestigio de escrúpulos morales, recen para que nunca dejen de existir. 

1 comentario:

PATO08 dijo...

BARON ME APASIONAN ESTOS RELATOS SOBRE ARTEISTAS , SOBRE TODO PINTORES , YO PINTO !!SON TAN INTERESANTE Y SE VE UN POQUITITO EL EGO !!