El caso probablemente más radical y exigente de ese trance es el de los templos más ortodoxos de los tambores de mina de São Luís do Maranhão. Para ser aceptada como neófita de los templos más tradicionales, una persona debe asistir a una fiesta pública en honor a los vodun y caer en trance en la presencia de todos, desde la asistencia. Ella será entonces llevada para un cuarto aislado y será sometida a un verdadero test semiológico de reconocimiento para saber si la entidad sobrenatural que recibió es de hecho alguna de las tantas cultuadas en el templo. Esta absorción -prácticamente sin derecho a ensayo- de una imagen somatizada tan compleja y precisa como lo es un vodun, implica en una enorme preparación mental y performática, todavía más dura si pensamos que cada uno enfrenta ese camino enteramente solo. Esa característica -casi obvia para quienes la viven desde dentro- de la religiosidad afrobrasileña de cuño tradicional, curiosamente, no ha sido discutida hasta ahora. Quizás ha interesado más a los investigadores estudiar el concepto de persona, la manera cómo se representa el individuo y el mundo en el culto, la estructura cuasi politeista del panteón, las alegorías sociales y políticas de las personalidades divinas, etc., pero no así las complejidades de la sinestesia que se hace necesaria para realizar con belleza, elegancia y control de la escena, el espectáculo siempre único e irrepetible de la posesión por los orisha y vodun.
Se trata de un estilo de espiritualidad que sólo se revela en el clímax, en la intensidad, en el momento, raro y premeditado de la entrega total. Pasado ese momento, el individuo tiene que reprimir enteramente la compulsión al habla. Los grandes sacerdotes jamás dijeron cualquier detalle importante de su vida subjetiva a través de la escritura; y tampoco lo hacen oralmente para un testigo privilegiado. La grandeza de un "pai" o "mãe de santo" se mide, por un lado, por sus dotes de intuición, su capacidad de liderazgo, su auto-control y su entrega a la comunidad; por otro lado, están sus habilidades estéticas -tanto de su persona como de sus “santos”- el modo como baila en posesión, cómo se viste y se presenta corporalmente, los mensajes que es capaz de trasmitir para los fieles. En suma, su grandeza es, para utilizar un término nativo, su “majestad”.
La posesión pública es de hecho la cumbre de ese camino religioso extremamente exigente y punitivo. Después del trance, no se lo puede comentar con absolutamente nadie. Es una experiencia totalmente privada que no admite ni confesor ni confidentes. No solamente que uno no puede decir que entró en trance, como que no puede oír a nadie hacer comentarios sobre su trance. Durante este estado, la divinidad que posee el cuerpo del adepto da “consultas” y sugiere soluciones para quienes piden consejos a la divinidad que está presente en su cuerpo. Más aún, la divinidad puede hasta dejar mensaje para el alter ego de sí misma a través del artificio de referirse a sí misma en tercera persona; pero ese interlocutor-mediador casi siempre cambia, lo que hace esparcir, digamos, por toda la comunidad, la memoria de sus orishas. Así, no solamente la biografía individual es fragmentada sino que la biografía del orisha también lo es. Las biografías son así construídas colectivamente, pero con muchas censuras; la biografía del orisha es narrada en parte por la persona que lo recibe en trance y en parte por los otros. Las dos historias del espíritu quedan así cortadas. Nadie tiene la verdad, ni sobre su propia salida de sí, ni sobre la salida de sí de sus hermanos de culto; la posesión sigue siendo al mismo tiempo una realidad y un misterio. Si la Hermenéutica nos hace recordar que comprender significa siempre afirmar una visión parcial, en el mundo del shangó ello es una verdad de sentido común.
Quizás la cantidad de calumnias, intrigas, tensiones interpersonales tan frecuentes entre los miembros sean un canalizador posible de la necesidad de exteriorizar imágenes del otro negadas por el tabú sobre el propio trance del cual solamente el tercero puede hablar con los otros miembros. Hablar -bien o mal- de los orisha que ocupan a los colegas de culto (los “hermanos” y “hermanas de santo”) es un modo de dominar los fantasmas del silencio de sus propias experiencias las cuales, al mismo tiempo que son las más importantes internamente, son las menos negociables socialmente.
Dicho en términos de la mística de las "grandes religiones", mientras la apófasis letrada posee su dinamismo propio capaz de generar desplazamientos de significantes que responden a estímulos, visiones y procesos internos que solamente ganan vida plena cuando externalizados en texto escrito, en el caso de la posesión el dinamismo consiste en profundizar en silencio la experiencia propiamente dicha -psíquica, corporal, espiritual, emocional- La tensión del silencio acumulado se resuelve en una nueva salida de sí, hasta que se alcance una completa madurez en esa vida “dentro y fuera de la mente”, para utilizar la expresión de Ruth Padel sobre el self griego trágico (Padel 1992) Una vez conquistado, ese control profundo del desdoblamiento interno es pasado a los más jóvenes, en general sin que ninguna palabra sea dicha. Más una vez, la renuncia al habla es uno de los pilares de la devoción afrobrasileña ortodoxa.
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