Don Gil de las calzas verdes, de Tirso de Molina, por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, de España.
Intérpretes: Juan Meseguer, Montse Díaz, Joaquín Notario, José Luis Santos, Miguel Cubero, José Luis Patiño, Pepa Pedroche, Toni Misó, Elena Rayos, Ione Irazábal, Adolfo Pastor, Emilio Buale, Paco Paredes, Diego Toucedo, Pedro Almagro, Iñigo Asiain y Sergio Mariottini. Arpista: Sara Agueda. Escenografía: Carolina González. Vestuario: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Angel Camacho. Coreografía: Lieven Baert. Asesor de verso: Vicente Fuentes. Peluquería y maquillaje: Miguel Angel Alvarez. Lucha escénica: Javier Mejía. Música: Alicia Lázaro. Versión y dirección: Eduardo Vasco.
En el Presidente Alvear. Estreno: viernes 28 de marzo de 2008.Desde su austero retrato monacal, el fraile mercedario Gabriel Téllez -o sea, Tirso de Molina (1571-1648)- pareciera juzgar con severidad las mundanas andanzas de sus criaturas, allá abajo, en el escenario del Alvear. Hasta que empezamos a atisbar, tras su ceño adusto, una encubierta mueca de tolerante ironía. ¡Las cosas que obliga a hacer el amor, en esta deliciosa comedia, sagazmente virada hacia la farsa! Junto con El burlador de Sevilla, o El convidado de piedra (donde por primera vez se llevó a escena la leyenda de don Juan Tenorio), este Don Gil es el mayor logro de Tirso y un título capital en la dramaturgia española del Siglo de Oro.
Una vez más viene la Compañía Nacional de Teatro Clásico, de España, a mostrarnos la excelencia de su trabajo (estuvieron aquí hace dos años, con un Lope y un Calderón memorables), a devolvernos la belleza de nuestro idioma en su veta más pura, a enseñarnos los beneficios de un elenco estable y un teatro de repertorio. Su director Eduardo Vasco es nuevamente el responsable del altísimo nivel de calidad en una puesta impecable que conjuga el respeto al texto original debidamente cepillado con una versión dinámica, traviesa y divertidísima. La trama de los enredos y las invenciones de doña Juana por recuperar el afecto de su frívolo y disipado amante, don Martín, que la dejó en Valladolid sin honra para ir tras los caudales de la madrileña doña Inés, es de tal complejidad que asombra comprobar cómo se las arregló el autor para destrabar semejante embrollo.
El recurso fundamental de la intriga es, según costumbre de la época (recordemos a Shakespeare en Noche de reyes ), el travestismo. Para lograr su propósito doña Juana se disfraza del apuesto don Gil, cuyas bien torneadas piernas se envuelven en las famosas calzas verdes que fascinan a doña Inés y a su prima, doña Clara. Pero también volverá a vestir faldas como doña Elvira, la enigmática vecina de aquélla. A las consiguientes, riesgosas confusiones de género (tratadas por el autor con elegancia ajena a las groserías actuales), cabe agregar las derivadas del hecho de que don Martín a su vez, a la caza de la fortuna de Inés, asume la identidad fingida de un tal don Gil de Albornoz y causa los celos de don Juan, otro grotesco aspirante a la mano de la rica madrileña.
Sin pausa, feliz, el espectador es arrastrado a una vertiginosa sucesión de equívocos, sustituciones y embustes que desembocan directamente en farsa, culminando en la delirante escena callejera en la cual frente a la casa de Inés, se encuentran nada menos que cuatro "don Gil": el resultado tiene la gracia y la velocidad de un dibujo animado. Espectáculo inusitado pues, y bellísimo, porque agotaríamos adjetivos en elogio de la espléndida escenografía (con elementos muy sencillos evoca el severo lujo de una época), el magnífico vestuario (un acierto vestir a don Gil con ropas que anticipan el siglo XVIII), la música, las luces y un elenco idóneo hasta en los papeles menores. En su triple labor como protagonista, Montse Diez deslumbra. Otro tanto cabe decir del estupendo Caramanchel, su criado, composición de un gran actor, Joaquín Notario. Pepa Pedroche se luce en su voluble Inés, e Ione Irazábal es una Clara convincente. Los galanes desairados, Miguel Cubero y Toni Misó hacen reír con ganas. Y Juan Meseguer es un Quintana majestuoso.
Hay un placer adicional y no menor: escuchar nuestra hermosa lengua sin intermediación mecánica alguna. La voz natural, bien impostada, bien proyectaba, audible sílaba por sílaba. Una verdadera maravilla.
Ernesto Schoo para La Nacion
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