Lo propio del hombre es el carácter intermedio de su experiencia creativa y estética. Lo bello puro, cuya contemplación nos llevaría a comprender y aceptar la totalidad de lo real por el hecho de conocer la medida de cada cosa y su lugar en el todo; y lo sublime puro -que se fundaría sobre la captación de un terror absoluto, paralizante- no son accesibles a los hombres. Lo bello puro sólo es accesible a los ojos de las divinidades, reconciliadas sin mella con la forma y el significado de lo real. Lo sublime puro es atroz, terror sin atenuantes; quizás una sola vez el ser al que Agamben vio como a quien ha cumplido en sí la paradoja de alcanzar lo no humano de lo humano, el que ha visto y vivido la existencia en Auschwitz, tal vez ese ser ha estado en contacto con lo sublime puro. Pero la víctima absoluta no ha sobrevivido para contarlo, solo sobrevivieron sus asesinos. Vale decir que si lo bello puro es el espectáculo de la máquina de los cielos en el ojo de Dios, lo sublime puro es el espectáculo del interior de la cámara de gas en el ojo de un SS. Por esta razón, cuando Stockhausen dijo que la obra de arte más grande de la historia había sido la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (afirmación que le ha bloqueado para siempre el acceso a los Estados Unidos), se refería a una obra sublime y por ello me temo que estaba en lo cierto. La pretensión de haber encontrado lo bello puro nos equipara de modo absurdo a lo que nunca podremos ser, dioses, y de ahí nace la impasibilidad escandalosa del esteta a la Des Esseintes. El suponer que podemos hallar lo sublime puro nos convierte en instrumentos de un terror sin fronteras y en los peores criminales de la historia. La mejor explicación poética de la doble imposibilidad de alcanzar los extremos estéticos tal vez sea la novela de Balzac, Le chef-d'oeuvre inconnu [La obra maestra desconocida]: el maestro Frenhofer, en su búsqueda de la perfección en cualquiera de los dos sentidos, ha ocultado el retrato de su modelo Catherine Lescault tras una nube espesa de colores que apenas deja ver un pie de la mujer, un pie próximo a la belleza y a la sublimidad absolutas. Picasso percibió en esa historia una suerte de prefiguración de su propia vida artística, la que fue, en buena medida, el signo por antonomasia de la experiencia del arte en el siglo XX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario