Carta abierta a Luis D'Elia


Estoy preocupado por usted. “Se me soltó la cadena”, dijo, justificando la trompada que frente a las cámaras le dio a quien manifestaba en contra de sus ideas. Cuide su cadena. Quien se define como un dirigente social y va al frente de centenas de personas exaltadas, no tiene derecho a que se le “suelte” así. Con su ejemplo, incita a que se suelten las cadenas de quienes lo siguen.
Se habrá enterado de que también a su gente se “le soltó la cadena” conmigo, esa misma noche. Yo no estaba manifestando, nunca hice sonar una cacerola, ni ahora ni cuando pasé la noche del 19 de diciembre de 2001 entre Plaza de Mayo y el Congreso. Como aquella vez, el martes pasado estaba en Plaza de Mayo, trabajando; donde tienen que estar los periodistas cuando hay acontecimientos. Es nuestra obligación ver qué pasa para poder contarlo. Pero su gente estaba enojada con lo que pasaba, y se la agarró conmigo. Después de golpearme, me indicaron: “Andate, porque te matamos”.
Lo que me pasó a mí no es importante: todo periodista ha recibido más de una vez golpes y palazos en alguna manifestación. Pero lo que le pasó a usted sí es importante. Porque eran usted y su gente los que pegaban.
Mire qué paradójico: las últimas dos experiencias similares que recuerdo en la Plaza de Mayo son las del 20 de diciembre de 2001 y el 14 de junio de 1982.
La última vez, cuando cayó De la Rúa, estaba en medio de los gases lacrimógenos y las balas que, después supe, no eran todas de goma; la anterior fue cuando en su último acto Galtieri ordenó despejar a quienes protestaban por la rendición en Malvinas. Pero la represión en la Plaza de Mayo siempre venía de las fuerzas de seguridad; nunca imaginé que algún día vendría de dirigentes sociales y sus seguidores.
Tenga cuidado: hacerse responsable de la custodia de la Plaza de Mayo les ha costado caro incluso a quienes legalmente tenían la potestad de hacerlo. Siempre lograron el efecto contrario. Y usted no parece estar emocionalmente en su mejor momento. Le recuerdo lo que dijo después de esa noche: “Tengo un odio visceral contra los blancos de Barrio Norte, sépanlo de mi boca… Ustedes piensan que nosotros somos inmundicia, escoria, barbarie. Tengo el mismo odio que nos tienen ustedes, los del norte, a nosotros. Lo único que me mueve es el odio contra ustedes, contra la puta oligarquía; no tengo problemas en matarlos a todos”. Después, usted negó haber dicho las últimas siete palabras sobre “matarlos a todos”. Me alegra, y lamento decirle que “matar” fue la palabra que sus seguidores usaron conmigo.
Pero el solo odio ya no es un sentimiento recomendable para un custodio. En lugar de defender, impulsa a atacar.
Cuando lo entrevisté hace sólo tres meses, le repetí de distintas formas posibles la misma pregunta, para lograr reconciliar su ideas con la legalidad:
—¿Se arrepiente de haber tomado la Comisaría 24ª de la Boca en 2004?
—Esa noche fui a la comisaría a exigir que detuvieran a un delincuente que hoy está condenado a 15 años de prisión. Y que tenía cuatro capturas, tres de ellas ordenadas desde la Comisaría 24ª. Era evidente, aquella noche, que el comisario y sus oficiales no querían detenerlo porque era socio de ellos. Yo no tomé una comisaría.
—Pero entró a la comisaría…
—¿Las exigencias, desde dónde quería que las hiciera? ¿Desde la vereda? Yo entré a la comisaría a decir: señor comisario, usted tiene que ir a buscar a ese delincuente.
—No puede reconocer un error.
—Yo soy un tipo políticamente incorrecto, no soy un especulador que se baja de posiciones…
—¿No cometió nunca errores?
—Sí, ésa es una pregunta distinta.
—¿Haber entrado en la comisaría por la fuerza no fue un error?
—No entré por la fuerza. ¿Discutimos? Sí, discutimos. ¿Nos gritamos? Sí, nos gritamos. ¿Sabe por qué? Porque dos veces había ido a denunciar penalmente a ese lugar que lo iban a matar a Cisneros.
—Si pudiera volver el tiempo atrás, ¿lo haría de otra forma?
—¿Pero cómo me voy a arrepentir? Soy así, nieto de José María Prieto, republicano anarquista e hijo de Luis D’Elía, un gaucho de la pampa que se bancaba con la vida lo que decía con la boca. Si vuelven a matar a otro compañero en esas condiciones, en cualquier lugar de la Argentina, me van a encontrar a la cabeza de la protesta pidiendo justicia.
—¿Promete que nunca va a entrar por la fuerza en una comisaría?
—Nunca entré por la fuerza.
Así terminó el reportaje: con mi fracaso.
No use más la fuerza, D’Elía. Se hace daño usted; muchas veces, más daño que a quien se la dirige. Y además, les hace daño a las ideas y a las personas que cree defender.
Con respeto y a pesar de los dolores que me dejaron sus seguidores, lo saludo atentamente.
J.F.

Posdata: durante el reportaje, cansado de que volviera a preguntarle lo mismo varias veces, usted me dijo: “Somos dos duros”. Yo le respondí: “Pero yo juego limpio”. Y usted me contestó: “Yo también”. Si alguna volvemos a realizar una entrevista, volveré a insistir en tratar de convencerlo de redimirse ante la opinión pública prometiendo el abandono definitivo del uso de la fuerza para resolver un conflicto, sea cual fuere. Mi dureza se limita a eso.

Jorge Fontevecchia



El infantilismo funcionario
por Alfredo Leuco

El peor de los pecados de los Kirchner fue haber autodenigrado la investidura presidencial al delegarla en un lumpen como Luis D’Elía, acaso la figura pública de mayor desprestigio social. Son muy difíciles de suturar las heridas profundas que esos comportamientos dejan en la conciencia colectiva. Blindado de impunidad, más soldado de Hugo Chávez y de Mahmud Ahmadinejad que de Kirchner, D’Elía reflotó las viejas patotas de tipo mussoliniano. Su declarado odio hacia los blancos millonarios de Barrio Norte con 4x4 se hace patético si consideramos que los mismísimos Kirchner son blancos, millonarios, vecinos de ese barrio y felices poseedores de esas camionetas. Hace algunos meses, D’Elía dijo que Cristina, Alberto Fernández y Héctor Timerman eran el ala derecha del Gobierno, y que respondían al Partido Demócrata de los Estados Unidos y al lobby de Israel. El jueves fue premiado con un lugar de privilegio en el palco de Parque Norte, donde los K pusieron toda la carne al asador.
Esto es simbólico. Resume la confusión de un gobierno a la defensiva que muestra su peor cara lastimándose a sí mismo y pagando altos costos políticos por convertir en un tsunami un problema con el campo que era un vaso de agua si se aplicaba sentido común.
Asusta el rosario de torpezas cometidas. Es legítimo preguntarse, a la luz de lo que pasó, cuál será la reacción de los Kirchner si en el futuro tuvieran que enfrentar una crisis económica más o menos seria.
Teniendo todo a favor, fueron hasta el borde del precipicio. Así es este matrimonio: redobla la apuesta y construye casi desde el abismo. Por eso lograron todo lo contrario a lo que buscaban. Se preguntaban quién estaba oculto detrás del conflicto sin ver que ellos mismos ayudaban a multiplicarlo.
Es difícil diagnosticar cuál es la enfermedad que los lleva a hacerse expulsar de la cancha cuando van ganando 5 a 0 y faltan diez minutos para el final del partido. Un viejo diputado patagónico los define con una frase: “Siempre logran por violación lo que pueden conseguir por seducción”.
Recién anteayer buscaron el diálogo y el consenso. Su metodología es quebrar al que se atreva a desafiarlos y, si es posible, ponerlo de rodillas hasta la humillación. Algo de eso aplicaron con la protesta agropecuaria. Aprovecharon el desgaste de gente mansa e inexperta en combates sociales que no tuvo tácticas y se jugó al todo o nada a fuerza de bronca y falta de confianza en sus representantes sectoriales. Esa clase de victorias, arrasadoras como la 4x4 del pingüino Varizat, son triunfos pírricos que inoculan en los derrotados el veneno del resentimiento, que puede reaparecer en posturas más exacerbadas o como una lluvia de votos-castigo.
Tal vez esa lógica de los Kirchner se pueda explicar por dos vertientes: la generacional-militante y el carácter personal. La primera tiene que ver con su formación política en los 70. “Ni sectarios ni excluyentes, Montoneros solamente”, solían cantar en los congresos los integrantes de la Juventud Universitaria Peronista. Los que se definen como vanguardia revolucionaria siempre sienten que son los elegidos. La metodología cerrada de la “orga”, tan necesaria para preservar la seguridad de todo grupo político-militar, también contribuye a forjar militantes con visiones conspirativas, acostumbrados al secretismo y a resolverlo todo entre poca gente y cuatro paredes, casi en la clandestinidad. Eso muchas veces los aleja de los problemas reales y de la vida cotidiana de sus semejantes y empuja a cometer errores de diagnóstico. Y, en algunas ocasiones, puede llevar a un aislamiento que achica niveles de inserción social.
Tal vez esa misma cuna lleve a los Kirchner y a varios de los suyos a tener la palabra “traidor” demasiado a flor de piel. Cualquiera que estando con ellos modifique su pensamiento en algún tema no será portador de ideas enriquecedoras: es un traidor. Fue lo primero que dijeron del gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, cuando producto de la racionalidad que le impuso la marca personal de los productores agropecuarios que lo votaron, envió varios mensajes de prudencia y disposición al diálogo.
Aquel infantilismo revolucionario que sacrificó la vida de tantos jóvenes reaparece en estos tiempos como una suerte de infantilismo funcionario, que ojalá no sacrifique el éxito de este modelo económico por moverse a fuerza de espasmos, de enojos y de actitudes sólo dignas de arrepentimiento. Elisa Carrió definió esos gestos como de “adolescentes tardíos”.

Miopía.

En su gigantesca metida de pata, el Gobierno ha dejado jirones de su musculatura política. Al obligar a intendentes y gobernadores a que sostuvieran posturas equivocadas con subordinación y valor, los Kirchner los sometieron a un desgaste inesperado a poco de haber sido legitimados electoralmente. José Alperovich en Tucumán perdió dos ministros. También Sergio Uribarri, en Entre Ríos. Raúl Rivara, ex ministro de Felipe Solá, se puso del lado del campo. El senador por Córdoba Roberto Urquía, quien hasta hace unas horas era el preferido de la Presidenta, se quedó del lado del campo (es el dueño de Aceitera General Deheza) Varios intendentes K y Radicales K no tuvieron más remedio que diferenciarse de Cristina para que no se los llevaran puestos sus vecinos chacareros. Por si fuera poco, lograron el milagro de hacer hablar a Carlos Reutemann, quien superó la cobardía de muchos y desde su experiencia de hombre de campo aportó una visión distinta. Tal vez eso reciba el castigo del freezer y de no ser invitado al santuario de Puerto Madero por un largo tiempo. Hasta Roberto Lavagna salió a advertir sobre los riesgos de la fractura social, corriendo el riesgo de ser otra vez marginado. Algunos que habían tomado distancia de Kirchner, como Luis Juez, apuraron sus pasos hacia la otra vereda y, en la opinión pública, los números van a reflejar en las próximas encuestas una caída fuerte de la imagen de Cristina, profundizando la tendencia de los dos últimos meses.
Néstor Kirchner se metió en la refundación del PJK para ampliar las bases de sustentación del Gobierno de su esposa y no le estaba yendo mal. Pero la miopía e impericia para afrontar los reclamos del campo les hicieron perder mucho de lo que habían logrado.
La crispación oficial, las palabras cargadas de pólvora y el río revuelto de las operaciones de prensa, las cadenas de mails y mensajes de texto fueron el caldo de cultivo para algunos nostálgicos de la dictadura militar que aprovecharon para rapiñar algo de prensa. Es el caso de la minúscula Cecilia Pando.
Hubo un genuino y pacífico rechazo al estilo intolerante y mandón de los Kirchner. La historia ya demostró que cuando los gobiernos no escuchan, sólo terminan obligando al pueblo a levantar la voz. Y, luego, a golpear cacerolas. La industrialización del miedo para imponer disciplina tiene patas cortas.
La altanería está en el ADN de Néstor y Cristina. Puede más que ellos mismos. En Parque Norte, el jueves, ella quiso hacer una broma distendida y le salió un reto: “Ya es hora compañeros de que vayan actualizando las consignas y comprendan que tienen una Presidenta”, dijo con excesiva rigidez facial cuando los muchachos identificados con la gloriosa Jotapé le reclamaban “huevos” para liberar a la Patria.

Los otros Cristina y Néstor.

Norma Morandini es una lúcida diputada que no perdió su tonada cordobesa ni en el exilio. Sus dos hermanos desaparecidos estudiaban periodismo conmigo y se llamaban igual que el matrimonio presidencial: Cristina y Néstor. Todos ellos militaban en el peronismo universitario que seguía a Montoneros. Su madre es de Plaza de Mayo, pero en Córdoba. Por lo tanto, nadie puede sospechar que Morandini tenga posturas derechosas o antipopulares. Desde su banca confesó que su corazón latía con angustia y dolor por lo que estaba pasando, por la pobreza extrema de los pueblos rurales de Tulumba y Río Seco que aportaban fortunas al Estado nacional con las retenciones de las que después no veían ni un centavo. Pero lo más conmovedor fue el final de su discurso. Sus ojos transmitieron una tristeza sincera al decir: “Ojalá que la sensatez, la cordura y una palabra que es ajena a la política –el amor al otro, al cualquiera­– sirvan para que nuestros compañeros del oficialismo desactiven esa bomba de tiempo que son los matones puestos en nombre del pueblo. No puede ser que la Justicia esté juzgando a la Triple A de la que muchos compañeros han sido víctimas, y hoy tengamos que ver a estos matones que en nombre del pueblo no garantizan lo único que tenemos que garantizar: la democracia”.
Lo dicho: los Kirchner cometieron el peor de los pecados. Tienen tiempo de arrepentirse. Es urgente que la Presidenta recupere y lleve a la práctica su mejor discurso, el que pronunció el día que asumió, cargado de promesas institucionales y llamados a desterrar el odio. Sería trágico partir la sociedad a la venezolana. Tirar para siempre por la borda el lastre de la violencia fraticida es una responsabilidad de todos, pero, ante todo, del Gobierno. Antes que sea demasiado tarde para lágrimas.




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