En el origen estaba el baile, el ritmo, la danza.

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Ilustración: Álvarez Cozzi
Hay que poner a prueba la imaginación y valerse de las escasas descripciones de los cronistas del siglo XIX, así como de los relatos que se han transmitido oralmente durante generaciones para remontarse en el tiempo hasta los primeros fuegos que vieron nacer ese uruguayísimo baile que es el candombe, no siempre conocido en su simbología más tradicional.

De la primera etapa del candombe poco se sabe. Fueron precisamente los “viejos memorialistas y viajeros” quienes, al decir del musicólogo Lauro Ayestarán, llamaron “candombe” a una suerte de versión pigmentada de la contradanza o el minué unida a una escena africana que recuerda la coronación de los reyes congos. Una versión que los negros dejaban aflorar ante los blancos y que fusionaba formas coreográficas propias con figuras de las danzas criollas. Una danza despojada de su ancestral carácter ritual, depurada de sus elementos más subversivos y guerreros, que se gestó a finales del siglo XVIII. Un baile que, según un testimonio recogido por Pereda Valdés, constaba de una primera figura compuesta por movimientos tiesos, hombres y mujeres formados en dos filas, parejas que componían eses, mientras el bastonero en el medio del salón, impartía las órdenes. “El rey, la reina permanecían sentados en el trono al frente del salón de baile; muy tiesos y orondos, saludaban a la concurrencia tomando muy a lo serio su papel de monarcas del candombe”.

Textos que datan de 1760 dan fe de la participación de una danza de negros en la Procesión del Corpus Christi, previa amenaza de negarse a concurrir junto a los pardos del gremio de soldados que luego cambiaron de parecer.

Al igual que el flamenco de los gitanos en España, el candombe fue prohibido en Uruguay durante el siglo XIX. El gobernador y luego virrey Francisco Javier de Elío lo encontró “perjudicial” y lo prohibió dentro y fuera de la Muy Fiel y Reconquistadora. Bailarlo equivalía a un mes en las obras públicas. Nada de eso impidió que los negros celebraran la abolición de la esclavitud en 1814 bailando candombe.

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Acuarela de Ruben Galloza
Y, como bien se sabe, las cosas tienen el color del vidrio con que se las mira, los bailes practicados por los africanos inspiraron toda clase de comentarios. Ya en el siglo XVIII, al legendario Concolorcorvo le resultaron endiablados: “Sus danzas se reducen a menear la barriga y las caderas con mucha deshonestidad, que acompañan con gestos ridículos y que traen a la imaginación la fiesta que hacen al diablo los brujos en sus sábados”.

Pero las opiniones no eran unánimes. Por ejemplo, donde el viajero francés Augusto Saint-Hilaire encontró “actitudes innobles” y “contorsiones horrorosas”, Alcides d’Orbigny entrevió el modo en que “los negros parecían haber reconquistado en un instante su nacionalidad en el seno de una patria imaginaria, cuyo solo recuerdo, entregados a estas ruidosas saturnales, les hacía olvidar en un solo día de placer, las privaciones y los dolores de largos años de esclavitud”. Por su parte, el gran cronista del Montevideo antiguo, Isidoro de María, se preguntaba “si la raza blanca bailaba al compás del arpa, del piano, del violín, de la guitarra o de la música del viento, ¿por qué la africana no había de poder hacerlo al son del tamboril y de la marimba?”.

La extraña ceremonia del baile africano con sus reyes, que según algunas versiones emulaban una supuesta dinastía africana en el Río de la Plata –engalanada con toda clase de chucherías cedidas por los amos–, se desarrollaba en las canchas al aire libre, en la vía pública y en salas de cada nación, entre chicha, caña cubana, guindado oriental, y por supuesto, mate. Eran ceremonias presididas por San Benito y San Baltasar. De María establece el periodo de auge de esta danza entre los años 1808 y 1829. También se ha dicho que tuvo su ocaso alrededor de 1870 “pero que lega a la posteridad el bello detalle coreográfico de su paso”, así como algunos de sus personajes. Algunos vestigios de esa ‘dinastía’ se pueden apreciar hoy en el baile y personajes de las comparsas de negros y lubolos que desfilan cada Carnaval.

Reminiscencias africanas

¿En qué consistía la coreografía del candombe? Vicente Rossi describe el modo en que se bailaba: “La rueda giraba; el paso solía ser mesurado, como indeciso; los cuerpos marcando el suave vaivén en las mujeres, con oscilación natural de las caderas; los hombres desarrollan una difícil diversidad de movimientos, sin perder el paso, no es posible demostrar con palabras la caprichosa coreografía aquella, librada al buen tino e inventiva de cada uno. Los famosos ‘dislocamientos obscenos’ sólo existieron en los seudocandombes de los seudonegros carnavalescos”. Nada más lejanos de las “bacanales estrepitosas” que suponían algunos.

Hoy día, cuando uno piensa en candombe, lo primero que viene a la mente es el Desfile de Llamadas y el ajetreo de las comparsas. Y no está del todo mal rumbeado si se hacen algunas salvedades. “No se puede tomar como prototipo del candombe a la comparsa contemporánea”, dice Tomás Olivera Chirimini, presidente de la Asociación Civil Africana y director del Conjunto Bantú. Mal que les pese a los más puristas y añorantes de la más pura raigambre africana, luego de varios avatares el candombe derivó en la comparsa de Carnaval, y en el imaginario colectivo quedó fuertemente asociado a las figuras de las vedettes, esas diosas del ritmo y la gracia que desfilan con el mentón en alto, la sonrisa ancha, las curvas acentuadas por la desnudez, la piel brillante de sudor y purpurina. Sin embargo, es un error creer que son ellas, con sus movimientos desafectados de todos los tabúes, quienes encarnan la quintaesencia del candombe. Esa figuras que han enflaquecido y se han ido estilizando con los años –acomodándose en parte a los requerimientos siempre tiranos del mercado– y que avanzan con movimientos sugestivos abriéndose paso entre serpentinas son las menos africanas de toda la comparsa. De hecho, la vedette que va regalando sonrisas entre una aureola de plumas mientras una legión de niños se acerca a mojarlas con sus pomos e importunarlas en su esplendor con una lluvia de papel picado, son una incorporación bastante reciente que data de los años cincuenta y provienen directamente del Carnaval de Río e incluso de Hollywood –según Coriún Aharonián– y no de las costas africanas de Guinea, de Angola o Senegal.

“Más que bailar candombe, la vedette transforma su baile en un desplazamiento y lleva la comunicación con el público. No tienen por qué bailar todas igual, el candombe es improvisado, se baila lo que se siente y como se siente. Si no, da la sensación de que son muñecos de cuerda”, comenta Olivera Chirimini. Lo cierto es que ellas son centro de todas las miradas y dejan a la platea atónita cuando se detienen a bailar con un estallido tal de gestos y ademanes que produce una suerte de exaltación colectiva. Entre los entendidos hay unanimidad en cuanto a que no hubo ninguna bailarina como Martha Gularte. Ni la exuberante Rosa Luna, faro de sonrisas y simpatía podía igualarla. Y ni siquiera la Negra Johnson, a quien todos recuerdan como una excelente bailarina. Gularte, dice Olivera Chirimini, era una auténtica bailarina afro, más que una candombera. “Iba de acera en acera desplazándose con una simpatía tremenda, era algo arrollador. Sus movimientos eran muy sensuales y transmitía mucha energía”.

La mismísima Gularte se quejaba en el prólogo de su libro El barquero del río Jordán: “Cualquier negra se pone dos plumas en la cabeza y ya es una vedette”. Y agregaba que para ser vedette había que saber cantar en inglés, hacer tap, música cubana, cantar música brasileña, bailar macumbas. Al menos ella se jactaba de que podía hacer todo eso. Al parecer, “la diosa” Gularte encontraba al candombe medio monótono. Y se preguntaba: “¿Qué puede bailar una mujer que sale con todo de afuera? No puede bailar. Yo cuando bailaba me aseguraba que mis ropas interiores estuvieran bien contra mis piernas; y entonces yo me podía tirar pa’atrás, y hacer todo lo que hay que hacer en la danza, sin estar pasando ridiculeces. [...] El candombe tiene que tener una coreografía. La mujer debe tomar otra actitud. Poner unos vestidos; el vestido es parte de la danza. Tomarlo, moverlo, bailar, girar con su vestido. El candombe es una danza. Una danza negra. Eso que bailan... no tiene coreografía, no tiene nada”. Sin embargo, Tina Ferreira –principal vedette del momento– opina que existe una coreografía básica que se enriquece con las manifestaciones personales de cada artista.

Barriendo males

De todas maneras, es necesario dejar de lado a la vedette y concentrarse en otros personajes como el escobillero, el gramillero o la mama vieja, si se quiere rastrear las reminiscencias de lo afro. Los relatos más antiguos dan cuenta de varios personajes claramente delineados: el rey, la reina, un ministro, el doctor, el juez o bastonero. Algunos de ellos, de orígenes difusos, sobreviven en las comparsas actuales. Todos los vemos bailar, pero en última instancia, no hay acuerdo sobre a qué responden sus gestos y ademanes. La profesora de candombe de Tamborilearte, Karina Brun, describe con lujo de detalles el juego de seducción que la mama vieja tiene con el gramillero: “Vestida con enagua, pollerón repleto de volados y toda clase de abalorios que remiten a las joyas y la bijou que las patronas les daban, acostumbraban ponerse almohadones para ensanchar sus caderas. Algunas llevan pañoletas en la cabeza, sombrilla, y todas se hacen las ofendidas mientras el gramillero se distrae mirando a otra mama vieja. Él hace que se siente mal para llamar su atención”. Refiriéndose a la mama vieja, Olivera Chirimini aclara que “hay quienes la ven como la continuadora de la reina de la coronación de los reyes congos, otros como la vendedora de pasteles, y por qué no, el ama de crianza. Eran negras viejas, yo las recuerdo moviéndose de una manera tan sutil, tan suave, apenas movían los pies como ‘chancleteando’ con un leve movimiento de caderas. Si se requiebran mucho pierden esa elegancia”. El antropólogo Daniel Vidart aventura que la mama vieja puede representar la maternidad, la diosa madre gorda, la supervivencia matriarcal, ya que la obesidad transporta ideales estéticos ancestrales.

Respecto al gramillero (ese personaje que camina apoyándose en su bastón como achacado de muchos males, con pantalón, levita, galera y una valijita atiborrada de yuyos), Vidart tiene una hipótesis muy interesante. Según el reconocido estudioso, ese viejito tembleque que de pronto se para abruptamente como petrificado por un rayo y se pone la mano a la altura de la frente como para evitar el resplandor del sol, lleva en la valija una preciada carga de alucinógenos. El baile del gramillero representa el estado de trance. No son hierbas que curan, sino hierbas que transportan. “El modo en que se apoya en el bastón, cómo camina con pasos cortados y movimientos bruscos, son signos de su estado de trance. Significa que los alucinógenos han hecho su efecto”, dice el antropólogo. El gramillero, que evidentemente nunca fue un médico doctorado, “va a curar enfermedades, a arreglar efectos de la convivencia mediante el viaje que hace, tal como sucede con el chamanismo en todas las latitudes”. Según Vidart, el gramillero “es un remedo de lo que había en África, un personaje ancestral: el brujo de la tribu o chamán que maneja los mecanismos del más allá y del más acá”.

Olivera prefiere abrir signos de interrogación y atenerse a lo que está escrito. En su opinión, los orígenes de estos personajes se pierden en el tiempo. Y lamenta que se haya hecho del gramillero un personaje casi “cantinflesco”. Brun, por su parte, agrega que “cada uno hace su caracterización”, pero “siempre siguiendo el paso candombero”. Daniel Vidart hace también una interpretación trascendente del escobero, en el que ve mucho más que un malabarista vestido con calzas y taparrabo. “Aparece la habilidad, pero el escobero va barriendo –algo que tiene que ver con maniobras rituales– el camino para que pase el cortejo sagrado. Limpia el camino para que los dioses pasen lejos de las entidades demoníacas, porque los dioses son los tambores”. Una antigua descripción de un cronista de época dice que “era un negro viejo y hábil que bailaba consigo mismo, por momentos sus pies parecían que apisonaban el suelo, en otros daban la impresión de que pisaban sobre caliente y cuerpeaban a las quemaduras, se agachaba unas veces hasta casi sentarse, otras se estiraba y erguido, muy echado hacia atrás, continuaba inalterable el pataleo”. Y agrega que era el último simbolismo africano en el Plata.

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Eso sí, está claro que los escoberos actuales no son como los de antes. “Hoy usan la escoba como si fuera una pelota de fútbol. Le pegan de taquito, pero se olvidan de bailar”, increpa Olivera, al explicar cómo cayó en desuso un baile de carácter competitivo y guerrero en el que se enfrentaban dos escoberos –de distintas comparsas– tratando de hacerse zancadillas y pecharse hasta que uno de los dos cayera como en una riña de gallos; un baile que, según dice, tenía varios puntos en común con la capoeira. Al parecer se prohibió porque generaba problemas. No es la única danza afro que quedó por el camino.

Ayestarán ve en el tamboril y en “el airoso paso de candombe” que tan estupendamente captó el pincel de Pedro Figari, los vestigios más antiguos de lo afro. Y dice que éste consiste en “una marcha nada desordenada por cierto, moviéndose de izquierda a derecha y viceversa, la cabeza erecta, adelantando un poco los hombros y hundiendo y sacando hacia fuera el vientre; en pocas palabras: ondulando el cuerpo no como la espiga por la acción de la brisa, sino como la serpiente ante la flauta del encantador”. Hubo quien vio en el paso entrecortado apenas perceptible de los morenos una reminiscencia de esclavos que eran trasladados con grilletes en los pies.

¿Qué símbolos o reminiscencia de la negritud africana yacen detrás de esos ademanes? Remontándose a los posibles orígenes de este baile, el artista plástico Carlos Páez Vilaró –durante años militante de Morenada– imagina “que la graciosa elegancia de los movimientos del antílope, las aristocráticas posturas de una garza o los ágiles desplazamientos de un leopardo pueden haber motivado el deseo de anexar a la música la danza”. Las comparsas actuales también incluyen un cuerpo de baile de un mínimo de quince bailarinas, las molembas. Brun cree que hay que desdramatizar el candombe y disociarlo del “pobre negro esclavo”, ya que “va mas allá del negro” y se ha incorporado a la cultura uruguaya. “Se ha enriquecido con los años, los jóvenes le han dado un toque diferente y no por eso deja de ser candombe”.

Movimientos como mantras

En la actualidad prácticamente cada barrio de Montevideo tiene su cuerda de tambores, e incluso en varios puntos del interior del país existen cuerdas de tambores y comparsas, algo que hace treinta años no sucedía. Todos coinciden en que el candombe, más allá de sus variantes rítmicas, es uno solo. Sin embargo, que la danza se adapte a la modalidad del toque es otra cosa. En ese sentido hay quienes afirman que las comparsas del Barrio Sur (Morenada, Cuareim 1080, La Dominguera) son más estables y cadenciosas; mientras que las de Ansina, Cordón y Buceo son más rápidas y agresivas.

Piel Kanela, “último mohicano” de la legendaria estirpe de primeras figuras que encabezaron Gularte, Rosa Luna y Pirulo Albín, señala que el candombe, así como la puesta en escena de la vieja comparsa, ha cambiado mucho con la incursión de los actores de teatro: “Hoy la danza se ajusta a la música, a los textos y a la puesta en escena”, dice el director de Tronar de Tambores, una de las principales comparsas afrouruguayas. ¿Dónde nace ese movimiento que estremece los hombros y hace ondular los brazos?, ¿en qué lugar se originan los gráciles movimientos de las manos?, ¿de dónde proviene la energía que pone a volar los abalorios de colores que adornan las caderas? Kanela ensaya una detallada explicación: “Comienza con una complicada figura que ejecutan los pies, sube a los tobillos, las piernas, las caderas, los brazos y las manos. Los brazos y las manos realizan un delicado movimiento llamado ebané, un movimiento como el aletear de las mariposas”. Otros requisitos básicos: hombros derechos, soltura en los brazos, caderas a ritmo –lento llamado milongón o más rápido–, se puede bailar candombe en el lugar o avanzar, en ese caso hay que saber caminar.

“El candombe se ha estilizado mucho, antes se bailaba de punta y hacha, con la punta de los talones y las manos hacia arriba. Ahora se baila en punta. No existía la expresión en las manos, ahora toda la danza se expresa a través de las manos, las manos hablan”, agrega el veterano y reconocido bailarín. Kanela gusta decir que los que no saben bailar candombe, lo hacen como les sale, como lo sienten y a veces “parecen unas máquinas de flit”. “Sienten un tambor que los hace vibrar, pero la danza en sí tiene sus secretos”.

Olivera también hace sus apreciaciones sobre esta danza: “El candombe no es un baile frenético. La gracia está en la cadencia, en la elegancia. Tanto en el bailarín como en la bailarina los miembros inferiores se mueven en correspondencia con los superiores. Exagerando una síntesis, da la impresión de que se arrastran los pies y hay un movimiento de cadera muy particular que va marcando los cambios de ritmo de los tambores. Es sencillo pero nada fácil de interpretar”.

El candombe tiene varias figuras coreográficas: el cortejo, la formación en calle, la ombligada, los couplés, el entrevero. Es en esta última donde los cuerpos se mezclan y la catarsis personal se convierte en un éxtasis colectivo, en el que muchos coinciden en ver su esencia más pura. Si bien los bailarines de candombe no entran en trance como en el vudú o en el candomblé, como asegura Luis Goncálvez, “producen un efecto de trascendencia neuromuscular y emocional en donde se logran superar los límites biofísicos”.

Alejados de sus tierras natales primero, y al servicio de una raza que los consideró inferiores después, los afrodescendientes se sobrepusieron a toda clase de pesares y, sacando fuerzas de flaquezas, legaron a la cultura uruguaya una danza cargada de vitalidad y mensajes físicos, capaz de transmitir un sentir genuino y un espíritu festivo.

Silvana Silveira. Cursó estudios en la Licenciatura de Ciencias de la Comunicación. Trabaja como cronista en varios medios.

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