Había una vez una pequeña ciudad llamada Gadara que era muy, muy pequeña. Gadara quedaba en la frontera entre dos países. Sólo había que cruzar la calle y del otro lado ya se hablaba una lengua extraña y se comía otro tipo de alimentos. La circulación de personas en esa frontera facilitaba no sólo el intercambio comercial, las relaciones entre los habitantes se desarrollaban cordialmente; los niños de los dos países crecían bilingües, pero además transculturales.
Un bello día, Jesús de Nazaret decidió visitar esa aldea olvidada. Subió a un barco y viajó el día entero para cruzar el lago que lo separaba del lugar donde vivía. Después de arribar a Gadara, un lunático, poseso por una legión de espíritus malignos, vino a su encuentro. El estado de este ciudadano anónimo era lamentable. Inmundo, vivía en tenebrosos cementerios. Nunca se supo acerca de sus familiares, sus traumas y heridas de la adolescencia o de sus perversiones morales. ¿Cómo llegó a corromperse tanto? Nadie lo sabía, y todos se conformaban con su decadencia. Se divulgaron versiones de su fuerza descomunal. Algunas veces estando encadenado se soltaba y resurgía para aterrorizar a los niños que, seguramente, volvían a contar y agrandar la historia del “monstruo de los sepulcros”. Durante la noche se escuchaban sus gritos. El gadareno quería ser libre; buscaba recuperar su vida, pero no lograba encontrarla. En la desesperación por arrancar de dentro del alma tanta degradación, desarrolló manías autodestructivas. Por la mañana, era común verlo mutilado por los cortes hechos con piedras.
Jesús dialogó con los demonios que lo poseían. En esa corta conversación, y para dejar al loco en paz, la legión de demonios tuvo de Cristo el permiso para poseer una manada de cerdos que pacían a la redonda. Cuando los demonios entraron en los cerdos, ellos se desesperaron y se precipitaron en un abismo.
Se cuenta que los que cuidaban a los cerdos huyeron. Al contar estos hechos en la ciudad, el pueblo fue a ver lo que había sucedido. La sorpresa fue absoluta. Todos fueron testigos: el hombre que había sido cautivo por una legión de demonios ahora estaba sentado, vestido y en perfecto juicio. La noticia corrió, y cuando los curiosos relataron lo que había sucedido al gadareno y a los cerdos, el pueblo de la ciudad se reunió para expulsar a Jesús de allí. No hubo caso: el Nazareno se vio obligado a retirarse del territorio.
¡Que extraño! Mientras un ser humano era destruido por fuerzas satánicas, nadie tomó ninguna previsión para rescatarlo. El Club de Leones no movilizó a los empresarios ricos para ayudar; los sacerdotes, pastores y rabinos serenaron a sus congregaciones con buenas explicaciones teológicas; los políticos prometieron acciones concretas para el próximo año fiscal; ninguna ONG se formó para disminuir su sufrimiento. El pobre mendigo seguía preso, esclavizado a fuerzas mayores que él. En el momento en que se constató el perjuicio financiero, se hizo necesaria la expulsión de Jesús. Él amenazaba el equilibrio económico de la región: “our life style cannot be theatened”, repetían.
Sin embargo, antes de partir, Jesús dejó una lección de moral a aquella comunidad judía (que desde su formación tenía prohibido el tocar, criar o comercializar cerdos): “¡Qué vergüenza, ustedes aprendieron a amar a un cerdo más de lo que aman a una persona!”.
Gadara es la metáfora del mundo. Las naciones siguen amando a los cerdos más de lo que aman a mujeres y hombres. Lógico, un caballo de raza vale más que un niño liberiano. Un anciano palestino no tiene la misma importancia que un caniche de Texas. No hay duda: las vacas lecheras inglesas son protegidas con más denuedo que las niñas usadas para el tráfico internacional de la pedofilia. Mientras los religiosos vociferas sus sermones más entusiastas, mientras los políticos alternan debates sobre el futuro de la humanidad, mientras los banqueros multiplican sus lucros, muchos pobres necesitan ser restituidos a la vida y recuperar su dignidad para poder abrazar a sus familiares.
La historia continúa, y Jesús sigue siendo un estorbo. Mientras él considera que un alma vale más que el mundo entero, las naciones mantienen esa extraña predilección por los cerdos...
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